agua de río

Tomó dos pastillas de golpe con un poco de asco por estar tomando el agua directamente del caño del baño. Recordó, con las pastillas sobre su lengua, que la noche anterior alguien le había comentado acerca del peligro de tomar agua de río en la selva, básicamente porque, y así le dijeron, el río no tiene desagüe. O viene a serlo, en todo caso. Y entonces al abrir el caño y llenar su mano con esa agua que venía de sabe dios dónde, la idea de que aquella probablemente tuviera elementos desechados de algunos cuerpos que en ese momento aparecieron como inmundos, le retorció la imaginación. Sin tomarse más tiempo, llevó la mano a la boca y tomó un poco para tragar las pastillas que le quitarían el dolor de cabeza que estaba acabando con su ojo izquierdo. Abrió la boca y absorbió el agua, al hacerlo la sensación de tener en la boca pedacitos de caca pura detuvo el acto de tragar casi en seco, el asco que ya sentía en su cuerpo hizo que su garganta se cerrara y que esas dos pastillas, que de pronto se convirtieron en un par de gigantes obesos blancos desnudos y redondos, se juntaran justo antes de pasar por su tráquea y permanecieran ahí. Se miró al espejo, el aire no transitaba.

 

Había perdido la cuenta de los días que llevaba despertándose en medio de la noche con ganas de que amanezca, de las noches que alargaba para no tener que llegar a la cama. Un libro de historietas dejado en el suelo le recordaron la inocencia que estaba empezando a reconocer como suya. Las ojeras que llevaba esa noche le hablaron de los días que estaban llegando cargados de eventos inusuales, de miedo, de ganas de ponerse encima el casco y andar a toda velocidad, revolcarse en lo desconocido. Metió sus manos, frías de pánico bajo el agua que seguía corriendo asquerosa ante sus ojos, las llenó y sintiendo que cargaba la mugre y la miseria de la ciudad entera con sus dedos juntos, abrió la boca y bebió. Tragó el agua con desesperación hasta sentir el desatoro en su garganta, la libertad, el hilo de aire, pero la idea… y entonces su estómago se negó, lo rechazó todo sin darle tiempo a respirar, y abriendo la boca nuevamente vomitó como nunca una catarata de pastillas y agua, se formó en el aire un río vertido desde su boca hacia el suelo y el lavabo, sus ojos se inyectaron, el ojo izquierdo gritó con voz de alerta, sus manos temblaban y el agua seguía corriendo, desde el mismo fondo de su cuerpo, toda la inmundicia imposible ahora salía de su boca y pensaba, mientras tanto, que no podría abrirla nunca más. Su boca ya no era suya, era ahora la cloaca de la ciudad.

 

Su cuerpo se estrujó completo, sintió un hincón en el lado izquierdo de su tórax y un mareo leve. El olor de ácido y bilis se le impregnó en la ropa, gotas colgaban de su pelo y al seguir una en su recorrido hacia el suelo notó que también sus zapatos, el suelo, el libro de historietas.  Escupió con rabia, ese sabor en su boca era indignante. Tomó un frasco de enjuague bucal y como una lavandería frenética se enjuagó una y otra vez, escupiendo con fuerza y luego cansándose, un chorro azul tras otro.

 

Al terminar el frasco completo se secó la boca y la cara con una toalla. Se quitó la camisa, con ella se limpió los zapatos y recogió la historieta manchada. Las botó ambas al tacho mientras juraba que nunca jamás iría a la selva.