Una de agua

estoy mirando por la ventana mientras miro cómo llueve en mi calle. Son más de las diez y no queda nadie ahí fuera. La gente se ha recogido en sus casas y a esta hora aún sale una luz amarilla, cálida de muchas de sus ventanas. Es ésta una noche de llovizna cadenciosa y lenta, de la que solemos envidiar a los del Norte. Lluvia paciente, de la que cala y moja la tierra, como dicen en el pueblo.

Recuerdo días similares cuando éramos pequeños. Mi hermano y yo siempre salíamos a la terraza y, encogidos bajo una manta, pasábamos la tarde mirando cómo llovía. No es cuestión de llamarle ahora y pedirle que venga con la manta, entre otras cosas porque estos pisos modernos no tienen terraza ni na, pero tengo nostalgia de aquello. El zorro hermano confiesa que en días como éste va a pasear a la calle sin paraguas ni nada, a mojarse. Dice que le encanta. Y es que esta lluvia, fresca pero no fría, cala sin molestar. Casi invita a salir a pasear y a disfrutar del barrio en soledad, sin injerencias de otros.

Mi calle está iluminada por unas farolas algo tristes pero que nunca iluminan tanto como estas noches. Clac, clac, andando de una farola a otra puedes oír tus pasos sobre la acera. No son los mismos sonidos que parecen perseguirte cuando pisas el pavimento mojado de las calles de Santiago, pero son tuyos y por eso de vez en cuando reclaman tu atención y te traen de vuelta al mundo real.

Estas noches me hacen pensar más de la cuenta, y quizá esa sea la razón por la que luego, por la mañana, me despierto tan cansado, como si los sueños siguieran dando vueltas en mi cabeza. Y cuando levanto con esa sensación, miro por la ventana seguro de encontrar la calle mojada. ¿Ves? Lo sabía, esta noche ha llovido.