Hoy me encontré con la reina de rombos …

fíjate, una reina y ahí estaba, tirada, en medio de la calle. Yacía boca abajo entre los coches, como si estuvier escondiendo su vergüenza y su humillación. Sin pensarlo, decidí salvarla del peligro de ser atropellada, o peor aún de ser pisoteada por algún sujeto indigno siquiera de besar sus pies. No son tiempos desde luego en que la real condición te defienda más de lo que te defiende un periodista a sueldo. Hay muchos reyes, muchas reinas, y quedan pocos lacayos, así que no pudo decir que no a mi ofrecimiento. Desvalida como se hallaba, elegir hubiera sido un lujo con el que no contaba.

Respecto a mí, soy un hombre con vocación servidora y nunca me he podido resistir a una mujer de noble cuna y sangre de color azul cielo. Una simbiosis perfecta, vaya. Yo todavía no sabía qué podía ganar haciendo lo que hice, pero, qué demonios, tampoco perdía nada. No había peligro a la vista, aunque los hombres de mi clase sabemos que una mujer su clase no debería siquiera ser tocada.

Fui osado tal vez, pero al fin y al cabo, no era más que un naipe, huérfano de sus 51 hermanos, y no dudé ni un momento en adoptar a la pequeña reina. Ya duerme, fuera de peligro, en el bolsillo de mi camisa. Espero que no me pague clavándome su rombo en el corazón.