Cambio de tercio

A veces, unas pocas en tu vida, se abre el portón y aparece un buen toro. Lo recibes de rodillas, a porta gayola, capote volando sobre los hombros y entre el color rosado adivinas el guiño de unos ojos azabaches engañados por la larga cambiada. Luego te das la vuelta, te sacudes el polvo de las rodillas y buscas al morlaco a tu espalda. Nueva suerte y nuevo desafío.

El embrujo no desaparece con los primeros pases, más bien lo contrario. Quedas prisionero del olor del animal, de su porte, del peligro de sus defensas. Todo es bello en los lances iniciales. El público observa y anima, embelesado. Todos se alegran de que por fin el arte y la furia estén juntos y a la vista.

Pero llegan los puyazos y con ellos se pierde la fuerza. La bestia ruge y el romance se desvanece. Llegan la sangre y los tropezones. Trabucado, el animal ya no es tan bello, ni tan fluido el arte del diestro.

Cambia el tercio y con la orquesta entra la desidia en el albero. Francisco Alegre ya no lo es tanto y de pronto urge matar y salir de allí. No es fácil. El juego es antiguo y las reglas no las pone el matador, ni el toro. Pases futiles, medias verónicas que sólo suscitan palmas tímidas. Pequeños triunfos para un cierto desenlace.

Y al final qué. Un animal indefenso esperando una decisión inevitable. De frente ambos. Contentos, ninguno. Si al menos todo acabase de forma rápida, pero no tendremos esa suerte …

Y es que la vida, como diría el filósofo de Ubrique “é como u toro