Así pueden pedirse préstamos rápidos pese a estar en Asnef

Cada día es más fácil conseguir préstamos rápidos sin nomina ni aval en los portales web de entidades bancarias no tradicionales, que permiten en virtud de un carácter social, acceder a estos créditos incluso a las personas que aparecen en listas de morosos como ASNEF. De esta forma, las personas sin recursos que, por su situación, no tienen acceso al sistema tradicional financiero pueden acceder a pequeñas cantidades de dinero.

Se trata de pequeñas cantidades de dinero que pueden solucionar rápidamente cualquier imprevisto que se pueda presentar: una multa de tráfico, una avería de coche o un gasto médico inesperado, entre otros muchos casos.

De modo que para acceder a los préstamos con ASNEF el solicitante debe tener en cuenta dos sencillos pasos que puede realizar desde la comodidad de su casa. El primero de ellos es diligenciar el registro en alguno de estos portales, como Microcreditos24.es, creando un usuario, añadiendo toda la información en el formulario de contacto y confirmando el correo electrónico al cual será enviada la información sobre el crédito; y el segundo, rellenando un formulario en donde se escoge el importe, la fecha de devolución y se revisa el coste.

El formulario de solicitud es sencillo de modo que solo pide datos sobre el importe que se desea solicitar, el cual va de 50 a 500 euros, el plazo en el cual se desea pagar el dinero solicitado, los datos personales del solicitante, la información de contacto y el empleo que realiza. Estos datos se usan exclusivamente para constatar que el solicitante se encuentra en capacidad de devolver el dinero.

Es importante que el usuario analice que tipo de crédito desea solicitar, ya que cuenta con un gran abanico de opciones de microcréditos, dentro de los cuales se encuentran los microcréditos sin nomina, sin aval, para mujeres, para emprendedores y para colectivos con riesgos de exclusión. De modo que existen créditos rápidos y al instante para cualquiera que necesite resolver un problema económico momentáneo o imprevisto. En todo caso, Microcréditos24 ofrece asesoría virtual a los usuarios para la selección del crédito de acuerdo a las características y necesidades de cada solicitante.

Privacidad en Internet para periodistas: la Guía

Muchos periodistas veteranos, pero no solo ellos, seguramente notaron que repentinamente nos vemos otra vez bombardeados desde todas partes del mundo con menciones del Watergate. Libros como 1984 de George Orwell están exhibidos en las librerías y un aire de peligro para la libertad de expresión y libertad de prensa se expande lentamente como una nube negra sobre el hemisferio occidental, elevando antiguos temores. Cuando un presidente estadounidense al mando acusa a un ex presidente de vigilancia; cuando evita que los medios de comunicación centrales de los Estados Unidos tengan acceso –que hasta ahora siempre se había otorgado, y dado por hecho—a las conferencias de prensa que él realiza; y cuando incesantemente golpea y acusa a los medios de ser el enemigo número uno del país, no resulta sorprendente que surjan recuerdos del presidente Nixon con cada tweet autocompasivo sobre SNL, y que incluso los senadores republicanos como John McCain expresen temor por el futuro de la democracia.
Y McCain no está solo. Muchos periodistas con los que he hablado recientemente expresaron su preocupación por lo que le espera a la libertad de prensa. En un momento en que es posible expresar la siguiente afirmación: “Donald Trump controla la NSA”, y no ser considerado un mentiroso, todo puede ocurrir. Agreguémosle a esto el hecho de que las noticias recientes sobre la CIA nos han enseñado que casi todos los sistemas de encriptación pueden estar en peligro si alguien tiene la perseverancia de descifrarlos, y entonces estaremos en camino a imaginar un mundo totalmente distópico, donde ni siquiera puedes ponerte demasiado cómodo en tu sofá, frente a tu propio TV inteligente.
La buena noticia es que sin embargo es posible hacer que sea difícil para otra persona tratar de interceptar tus correos electrónicos, los mensajes de texto que envías o tus llamadas telefónicas. Puedes tomar medidas para hacerles la vida más difícil a aquellos que quieren develar tus fuentes y la información que te revelan. Por supuesto, el grado de esfuerzo que estás dispuesto a hacer para proteger tu privacidad, el anonimato de tus fuentes y la seguridad de tus datos, debe ser proporcional a la probabilidad de una amenaza real, sea por un hacker o un espía

EL INFIERNO DE LOS JEMERES ROJOS, Denise Affonço


Con posterioridad al Holocausto, el régimen de terror de los jemeres rojos en Camboya, vigente de abril de 1975 a enero de 1979, fue una de los más atroces manifestaciones de lo que Zygmunt Bauman denominó, en una gráfica caracterización del totalitarismo, el “estado jardinero”, que “toma a la sociedad que dirige como un objeto por diseñar y cultivar y del que hay que arrancar las malas hierbas” (v. Bauman, Modernidad y Holocausto). Es cierto que entre el Tercer Reich y la República Democrática de Kampuchea (el nombre dado a Camboya por el régimen de Pol Pot, líder de los jemeres rojos) hubo –entre muchas otras- una diferencia sustancial, surgida del lugar de la modernidad en las respectivas matrices ideológicas: mientras la cosmovisión hitleriana concedía un rol fundamental a la tecnología moderna y a la industrialización, los jemeres rojos estaban embebidos de un odio visceral al capitalismo, tal que aspiraban a la realización de una utopía agraria contrapuesta a los proyectos industrializadores que los regímenes comunistas solían implementar en sus respectivos países (desde la URSS en adelante). No obstante, el de Pol Pot fue en todas sus facetas un ejemplo de ingeniería social practicada a escala nacional, en que un régimen establecido a sangre y fuego hizo del país entero un vasto laboratorio de gestión integral de la población, orientada al cultivo de un “hombre nuevo”. El espeluznante resultado fue el exterminio de una porción ingente de la población camboyana, que según cálculos fiables se aproximaría a la tercera parte del total (que en 1975 ascendía a unos 7 millones y medio de habitantes). Esto significa que, en términos proporcionales, el régimen de Pol Pot, de inspiración maoísta, fue el más cruento de un siglo cuajado de gobiernos criminales. El abominable experimento sólo terminó cuando los vietnamitas invadieron el país, el 7 de enero de 1979. Mientras duró, millones de personas se vieron convertidas en reclusos de un enorme campo de concentración, cuyas dimensiones prácticamente coincidían con las fronteras nacionales. Una de esas personas fue Denise Affonço, nacida en 1944 en Phnom Penh y de nacionalidad francesa. Su marido fue ejecutado por los jemeres rojos y su hija de 8 años murió en sus brazos, consumida por el hambre. Ella y su hijo mayor (contaba 12 años en 1979) sobrevivieron apenas a las penurias del “campo de reeducación” en que la familia fue confinada desde la alborada del régimen. Poco después de la caída del régimen, Denise, quien durante casi cuatro años cargara con el estigma de “burguesa” –mujer corrompida e irrecuperable para la sociedad-, escribió su testimonio del calvario recién padecido.
Ella misma se describe en El infierno de los jemeres rojos como un producto puro del colonialismo. Su padre era un ciudadano francés de ancestros portugueses e indios, su madre era vietnamita. En 1975 trabajaba como secretaria en el servicio de cultura de la embajada francesa en Phnom Penh. A poco de consumarse la toma del poder por los jemeres rojos, la capital camboyana fue mayoritariamente desalojada y sus habitantes desplazados a campos de concentración, destino del que no escaparon Denise y su familia, compuesta por su compañero (un hombre de negocios chino y simpatizante de los comunistas) y los dos hijos de la pareja. Se suponía que el confinamiento tenía por objetivo la reeducación y el disciplinamiento, pero la verdad era mucho más cruda: los nuevos señores del país no tenían suficientes balas para ejecutar a todos sus enemigos de modo que los sometían a un sistema de muerte lenta. En poco más de tres años y miedo de gobierno polpotiano, la inanición, las enfermedades y la extenuación acabaron con la vida de cerca de dos millones de camboyanos.
En un país de extensos arrozales, los reclusos disponían sólo de raciones exiguas de arroz; en un país de árboles frutales, los reclusos casi olvidaron el sabor y el aroma de las frutas. Un mísero potaje de arroz o una aguachirle en que nadaba algún minúsculo trozo de verdura o de pescado: esto era la dieta más frecuente de los confinados en los campos. Aplacar el hambre se transformó en la obsesión excluyente de estas gentes, cuyas declinantes fuerzas debían emplearse en arduas labores agrícolas o de construcción (de primitivas represas sobre todo), a las que en su mayoría no estaban habituadas. Por descontado que las condiciones de higiene eran paupérrimas, y que los enfermos no podían ilusionarse con recibir un tratamiento médico adecuado. Denise Affonço, que tenía el francés por idioma cotidiano y que no trabajaba con las manos, no podía ser sino una burguesa y una intelectual: catalogada como elemento inservible e irredimible, debía empero asistir a sesiones diarias de adoctrinamiento en que unos fanáticos raramente alfabetizados y ebrios de ideología machacaban el cerebro de personas desnutridas, exhaustas y moralmente quebrantadas. Los opresivos reglamentos, los eslóganes -demenciales y repetidos hasta la saciedad- y los actos de autoinculpación minaban toda voluntad de resistencia y ahogaban cualquier asomo de dignidad en las muy denigradas víctimas. Nimiedades como portar gafas y cruzarse de piernas estaban terminantemente prohibidas: había que suprimir esos indicios de intelectualidad y esos aires de arrogancia capitalista. Antes de un año, adultos y niños perdían todo remilgo en materia de alimentación, y nada que tuviese aspecto comestible se libraba de ser ansiosamente devorado. De modo inevitable, el dramático relato de la autora adquiere ribetes escabrosos cuando se enfoca en las premuras de la supervivencia. Por estremecedora que resulte la lectura, no hay sino asumirla y cobrar conciencia de un episodio histórico tan horrendo como vergonzoso.
La banda de criminales que se enseñoreó de Camboya no tuvo piedad alguna con los hijos de los “podridos burgueses”: improductivos como eran, su magra alimentación los condenaba a extinguirse hasta la muerte en cuestión de meses; ocasionalmente convertidos en merodeadores de las cocinas ajenas –las de los celadores y los jefes-, el robo de alguna banana o de un trozo de mandioca les acarreaba una pronta ejecución. Frecuentemente eran sustraídos de la custodia de sus padres y obligados a realizar un extenuante trabajo de adultos. Ya reducidos a macilentas figuras andantes, los niños eran vaciados de su educación anterior y se les indoctrinaba en la veneración y el temor del régimen. (En paralelo, sus padres eran forzados a deshacerse de cuanto les recordase su vida pasada, incluidas las fotografías familiares.) Se les enseñaba que los modales y señales de cortesía eran inútiles, tanto como el respeto por sus padres y parientes. Los valores y los afectos familiares fueron casi completamente borrados en aquellas frágiles criaturas. La paternidad y la devoción filial perdieron todo sentido: de los niños sólo importaba la entrega en alma y cuerpo a Angkar (camboyano por “la Organización”).
Angkar era el nombre clave del Partido Comunista de Kampuchea, el de los jemeres rojos. En la narración de Denise Affonço adquiere por momentos proporciones míticas, asomando como un ente revestido de atributos sobrenaturales. Angkar es un terrible espantajo o el demonio de las pesadillas, un ser omnisciente y todopoderoso que desde las sombras lo controla todo y en cuyo nombre se hace todo. Es la versión espectral del Hermano Mayor (o Gran Hermano) de Orwell, mucho peor que él en verdad, puesto que carece de todo cuanto asemeje una corporeidad humana. Es un ente abstracto al que se adora o se teme. Aquellos que se hacen llamar los libertadores de Camboya, los jemeres rojos, tienen siempre en sus labios el nombre del que guía sus pasos, y lo invocan en voz alta cada vez que infligen un castigo a los enemigos de clase. Mienten también los rojos, a espuertas y sin rebozo, siempre en nombre de Angkar; al principio, cuando se trata de aplicar medidas drásticas como la de despoblar Phnom Penh, embaucar a los enemigos con referencias a la buena voluntad y la sabiduría infalible del misterioso ser puede resultar más provechoso que valerse de una violencia franca e inmediata. Angkar, deben entender los burgueses y antiguos explotadores, vela incesantemente por el bienestar del pueblo… Faltó poco para que los victimarios exigiesen de sus víctimas que agradecieran a Angkar su severidad; ¿a quién si no debían la oportunidad de expiar en los campos sus faltas, o, más bien, la falta de ser lo que eran (en vez de lo que hubieren hecho)?
Para Denise, y para nosotros sus lectores, casi tan estremecedora como la relación de sus padecimientos camboyanos es la constatación de que en Francia, a la que consideraba su verdadera patria y a la que arribó meses después de su liberación –en compañía de su hijo-, cundía una muy escasa disposición a atender su testimonio. No se trataba de simple indiferencia, sino de la hegemonía de la gran quimera de izquierdas. Estaba en la fisonomía de la época aquello que denunciara François Furet en emblemático libro finisecular: la ilusión comunista contagiaba incluso a quienes, especialmente en el gremio de los intelectuales, no profesaban el ideario marxista, y la realidad de los países comunistas, aunque abundasen señales de lo mal que ellos iban, era encubierta por la coartada del gran ideal, de la mayor ilusión del siglo. No abundaban en la Francia de 1980 los que quisieran enfrentar la cruda realidad de Camboya, aquel remoto rincón de su extinto imperio.
Sin más pretensiones estilísticas que la llaneza y la claridad, ni otro horizonte moral que una indeclinable honestidad, el de Denise Affonço es un libro de denuncia que merece figurar entre los más necesarios e impactantes del siglo XX.
- Denise Affonço, El infierno de los jemeres rojos. Libros del Asteroide, Barcelona, 2010. 256 pp. Fuente: hislibris

Japón 1941, Eri Hotta


«Un fenómeno que puede notarse por toda la historia, en cualquier lugar o período, es el de unos gobiernos que siguen una política contraria a sus propios intereses. (…) ¿Por qué quienes ocupan altos puestos actúan, tan a menudo, en contra de los dictados de la razón y del autointerés ilustrado?». Barbara Tuchman
Lo del 7 de diciembre de 1941 califica perfectamente como una pasmosa muestra de locura en la conducción de un estado; no por casualidad Barbara Tuchman le dedica unas páginas en la introducción de La marcha de la locura, su estupendo libro sobre la insensatez gubernamental. En efecto, el ataque japonés a Pearl Harbor responde a cabalidad al concepto tuchmaniano de gobierno contrario al propio interés: la especie de mal gobierno signada por la persistencia perversa en una política que se sabe inviable o contraproducente. Los líderes japoneses embarcaron a su país en la más temeraria de las aventuras a sabiendas de que nada sugería la más mínima probabilidad de triunfar –ni el más leve indicio o dato concreto, ningún cálculo lógico o razonamiento desapasionado-. A partir de la conquista de Manchuria (1931), la política exterior japonesa fue una acumulación interminable de desatinos cuyo peso terminó por aplastar en la dirigencia japonesa toda capacidad de autocrítica y de evaluación objetiva de los hechos, sucumbiendo a una deletérea mixtura de miopía, ambición desmedida, arrogancia y testarudez; sus movimientos estaban también condicionados por la inseguridad del advenedizo, derivada del estatus de potencia emergente, y por una tendencia a la autocompasión alimentada por la idea de que Occidente no reconocía al país el lugar que le correspondía entre los grandes del orbe. La actuación del Japón en el plano internacional era la de un matón resentido que alegara verse empujado a agredir a los demás. La pobreza de sus recursos materiales y la vulnerabilidad de su condición insular, dependiente de rutas de navegación y de relaciones comerciales notoriamente expuestas, eran factores que restringían severamente las proyecciones de cualquier expansionismo agresivo. En la víspera de Pearl Harbor, la nación cuyos dirigentes arrojaron a una imprudente empresa bélica distaba mucho de nadar en la abundancia; las tropas destacadas en territorio chino estaban famélicas, mientras que un riguroso racionamiento de los artículos de primera necesidad –sobre todo alimentos- atenazaba la vida cotidiana de la población civil. La industria militar apenas podía abastecerse de materias primas, al extremo que el centro de Tokio se vio despojado de las suntuosas vallas metálicas que rodeaban los edificios gubernamentales: los fusiles y los buques de guerra demandaban todo el metal disponible. La escasez de petróleo, en fin, era un escollo estratégico de primerísima magnitud. Continúa leyendo

Gérard Miller - Sobre el VSU (el voto supuesto útil)

Intervención pronunciada durante la Marcha por la VI República organizada por Francia Insumisa, donde G. Miller nos recordará distintos momentos en la Historia de Francia donde los conservadores se han opuesto a las iniciativas de la izquierda por no considerarlas “realistas” (mismo argumento que insiste hoy), y que no obstante “no hay prácticamente un solo progreso social que no hubiera habido que imponer, que arrancárselo a todos aquellos que consideran que el único mundo posible es aquel en el que viven”. Continúa leyendo