La Iglesia Católica

Nunca hasta la elección de Joseph Ratzinger como sumo pontífice de la Iglesia Católica había advertido la por otra parte obvia humanidad de un Papa. Horas antes de que finalizase el sínodo, el que hubiere de ser Benedicto XVI era presentado por la prensa especializada como un político, como un maestro de la teología o como un inquisidor en su papel de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. No leí una sola línea que me hiciese pensar que era una persona superior a los demás hombres.

Todo cambió cuando vimos la fumata blanca elevarse sobre la plaza de San Pedro. La batalla interna se acabó y todos los obispos, progresistas o moderados, ecumenistas o romanos, se arrodillaron ante su nuevo Papa. En tan sólo unos segundos, las polémicas opiniones personales del hombre, tornaron en dogma. Este hecho, más que ningún otro, me parece el exponente máximo del anquilosamiento del catolicismo.

Durante el siglo XX la democracia se ha impuesto como el sistema de gobierno que mejor casa con la protección de los Derechos Humanos. Así, mientras el Estado sí se ha adaptado a los tiempos, en la Iglesia perdura un sistema de gobierno absolutista. Y es en los últimos cuatrocientos años, sólo un papa ha tratado de adaptar la Iglesia a los tiempos. Ese hombre fue Angelo Giuseppe Roncalli, elegido en 1958 con el nombre de Juan XXIII.

Juan XXIII sólo tuvo cinco años de pontificado, pero dejó una huella indeleble en la Iglesia. Su gran obra, el Concilio Vaticano II trató de sacar a la Iglesia de las tinieblas de Trento. Aunque su versión final fue bastante descafeinada, los años de discusiones sirvieron para que la Iglesia realizase un auto análisis que hasta entonces se había obviado por innecesario.

El legado de este hombre fue, por desgracia, poco desarrollada. Su apuesta por el ecumenismo (diálogo interreligioso encaminado a la unidad de todas las religiones cristianas) restaba poder a Roma y fue saboteada. Su apuesta decidida por los pobres, multiplicando la voz de las diócesis del tercer mundo, tampoco tuvo continuidad, quizá por el temor de la Curia a movimientos críticos como la "Teología de la Liberación" o por motivos más mundanos, como que en ocasiones detener las hambrunas implica programas severos de control de la natalidad.

Hoy Benedicto XVI, el teólogo, no el inquisidor, tiene una gran oportunidad para continuar con el trabajo que Pablo VI y Juan Pablo II dejaron de lado. Sus recientes movimientos para estrechar lazos con el Islam y con la Iglesia Ortodoxa permiten albergar esperanzas. Respecto a la relación entre la Iglesia y la sociedad soy más pesimista. La ruptura es casi total y cada vez más somos los que apostamos por una vida al margen de las inquietudes religiosas.

Una Iglesia que minusvalora a la mujer, que condena el uso del preservativo, o que olvida a los pobres no tiene cabida en el siglo XXI. El uso de fábulas y tergiversaciones para adaptar las Escrituras a los manejos de la jerarquía es poco efectivo en una sociedad con acceso a la información. Sólo un mensaje puro y sencillo, basado en el respeto de los valores humanos, sin disfraces y aderezos, calaría en la sociedad. Yo mismo, desde fuera de la Iglesia, puedo reconocer ese mensaje en la vida de Jesús, pero por mucho que me esfuerzo no veo ni rastro de él en esta Iglesia.