En la mayoría de los casos, la razón por la que se elige un momento u otro de entrenar va más allá de simples razones fisiológicas. En el caso de los deportistas profesionales, el entrenamiento de las diferentes capacidades atléticas está principalmente condicionado por la planificación del entrenamiento técnico específico de cada deporte, situando el primero de manera que no afecte al segundo. En el caso de los deportistas aficionados, la mayoría de aquellos que acuden con asiduidad a un gimnasio, depende directamente del tiempo libre que sus obligaciones le conceden. Es por ello que, en ambos casos, elegir el mejor momento para entrenar basándonos exclusivamente en razones fisiológicas que apenas pueden mejorar el rendimiento en unos pocos puntos porcentuales, puede resultar en la mayoría de situaciones poco funcional.
Partiendo de la base de que en deporte amateur la sostenibilidad del sistema resulta crucial para que el practicante no abandone con el tiempo, más allá de las meras razones fisiológicas, resulta más interesante que el deportista elija el momento que menos trastorno le ocasione en relación con el resto de obligaciones y responsabilidades pues, de otra manera, es posible que a corto plazo obtenga mejores resultados pero, a largo, acabará cuestionándose hasta qué punto compensa tanto sacrificio. Al final la pregunta siempre acaba siendo la misma: “¿Qué estoy dispuesto a sacrificar a cambio de una mejora de alrededor del 3%?” Supongo que todo dependerá de la libertad de horario, determinación y capacidad de sacrificio.
No obstante, si nos centramos exclusivamente en factores fisiológicos que determinan el mejor momento para entrenar, dependerá de los resultados que estemos buscando potenciar. En deportes en los que la generación de fuerza, masa muscular, y el resto de variables que dependen directamente de alguno de estos factores, como puede ser el desarrollo de potencia tan necesario en la mayoría de deportes, disponer del entorno hormonal adecuado que facilite el tipo de adaptación que estamos buscando resulta determinante. En este sentido, resultaría interesante conocer los flujos diarios de aquellas hormonas predominantemente anabólicas como la testosterona o hormona del crecimiento, o catabólicas como el cortisol para que durante el momento del entrenamiento las primeras se encontraran en un punto álgido, todo lo contrario en las segundas. Estos ciclos circadianos no dependen de la alimentación ni del estilo de vida que llevemos, de hecho no se conoce con exactitud a qué se deben. Hay quien dice que está determinado por las fases lunares, o incluso por la presencia o ausencia de luz.
Al final, la realidad es que durante las horas de sueño nuestro organismo se encuentra en un estado predominantemente anabólico debido a que es el momento del día en que nos recuperamos del esfuerzo y desgaste diario, de manera que durante estas horas hormonas como la testosterona o GH alcanzan su máxima presencia. A partir de las 0830 – 0900, este proceso empieza a revertirse al aumentar considerablemente los niveles de cortisol. Entrando en un estadio donde el entorno hormonal no sería el más adecuado para un entrenamiento donde se produzca un alto daño muscular que requiera regeneración posterior debido a que la síntesis proteica estará condicionada durante algunas horas. Según los estudios, a media tarde los niveles de testosterona volverían a subir propiciando de nuevo un entorno adecuado para la práctica deportiva de estas características. Otros estudios realizados en la antigua unión soviética y Alemania del Este, obtienen una ligera mejora de la fuerza cuando el entrenamiento se realiza a las 3 y 11 horas de despertarse. Si bien es cierto que lo justifican con los tan mencionados ciclos circadianos, la realidad es que estos nada tienen que ver con la hora en que te levantas. Otros entrenadores, como Charles Poliquin, recomiendan no entrenar a alta intensidad antes de las 3 horas desde que nos levantamos debido a que es este plazo de tiempo lo que tardaría en aumentar la temperatura del líquido sinovial de las articulaciones facilitando el movimiento y evitando un desgaste innecesario.
En aquellos deportes, o práctica deportiva en los que la vía anaeróbica láctica y el consumo de hidratos como fuente de energía sea alta obtendríamos el mejor resultado después de 2-3 comidas pues es lo que tardaríamos en recuperar las reservas deplecionadas durante el ayuno nocturno. Además, no hay que olvidar que, si lo hacemos bien, aún dispondríamos de 2-3 comidas antes de irnos a dormir para iniciar correctamente el proceso de recuperación.
En caso de que nuestro objetivo sea la pérdida de grasa, está demostrado que el entrenamiento en ayunas puede llegar a provocar un efecto térmico residual o consumo calórico post ejercicio (EPOC – Excess Post exercise Oxygen Consumption) de hasta un 3% superior. No obstante, teniendo en cuenta que un organismo con una gestión de la glucemia poco eficiente puede estar poniendo en riesgo su salud en caso de que lleve a cabo un entrenamiento serio en ayunas, no considero que compense el riesgo con mínimo beneficio en términos relativos que obtendríamos. Además, teniendo en cuenta que cada vez hay más literatura en contra del ejercicio de baja intensidad y larga duración, frente a entrenamientos intervalados de alta intensidad y corta duración, esta opción sería todavía más arriesgada.