de nudos y tiempos
Muchos siglos después, en el albor del tercer milenio, parece que hay muchos más émulos de Alejandro que de Gordias. Tejer, construir, elaborar relaciones, empresas, obras duraderas, es trabajo de simples o eso nos quieren vender. Al contrario, los "listos" llevan la rapidez como enseña de éxito y la espada enarbolada para cortar cuantos nudos encuentran a su camino.
La herencia helénica no vino de la mano de la espada alejandrina, sino del lenguaje, la cultura, la arquitectura y la belleza elaborada a cincel. Un poquito de por favor, y tomaos un tiempo para desatar el nudo. Da más satisfacción que cortarlo.
take it easy
- oye, ¿sabes jugar al mus?,
- bueno, me defiendo -contesté yo,
- ¿y perder? -replicó
- no tan bien, pero creo que podré estar a la altura -dije riéndome y pensando que el fantoche me estaba retando.
- vale, entonces coge una silla, vamos a pelar a estos dos pollos.
nunca más volví a ver a aquel tipo, una pena pues resultó ser de lo más divertido y ocurrente. La anécdota me ha venido a la cabeza en momentos puntuales de mi vida profesional y me ayuda a mantener la calma ante imbéciles de todo pelaje que no saben ver que ganar es un placer pero perder es un arte. Ese desconocimiento debilita, sobre todo en negociaciones largas, donde casi siempre vence el que menos prisa tiene.
Trilogía Otoñal III. Lluvia
En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.
Bajo tierra
En un lugar secreto, bajo tierra, resguardado por muchos soldados armados, se juntan 10 señores bien vestidos fumando pipas y puros. Uno que otro no tolera el humo pero no dice nada. Beben, discuten, acerca de si decir o no la verdad, contarle al gran público que el mundo está a punto de estallar.
En un pequeño departamento de una habitación, un baño y kitchenette, un gato se ha quedado atrapado en el closet desde la noche anterior. Con hambre, empieza a perseguir a una polilla bastante astuta para su especie. Suena el timbre. Es Aurora. Ha venido a buscar a José. La noche anterior pelearon por algo importante y ella está dispuesta a ceder para poder continuar su relación él. Está segura que eso de ceder es un claro indicativo de que él es su verdadero amor.
Cruzando una gran avenida, Juan, un hombre bastante estudioso, trabajador y responsable, contiene las ganas de vomitar. Acaba de pisar caca humana en un callejón que usó como atajo por primera y última vez. Contenido el vómito, Juan acelera el paso a casa para cambiarse de zapatos.
Gustavo acaba de terminar de editar su película. 5 años de ardua labor por fin verán la luz y su trabajo podrá ser apreciado, juzgado, disfrutado y criticado por miles de personas. Abre una lata de cerveza, se mira al espejo, y se encuentra ligeramente más calvo que cuando todo comenzó. Recuerda a Sandra, los problemas de dinero, las peleas, su olor por las mañanas, la cama caliente. Mira el monitor y decide que aquella última toma no corresponde al verdadero final de la historia.
Maya acaba de cumplir 31 años. Está casada hace 3 con un hombre confiable, serio y adinerado. Quiere hacer una fiesta de cumpleaños, invitar a sus amigos de toda la vida, beber y disfrutar. Se lo cuenta a su marido, él levanta la ceja, sonríe con sarna, esa gente, dice, ¿quieres seguir frecuentando a esa gente? ¿Invitarlos a la casa? Ella sonríe, traga saliva y dice que fue una broma, que le encantaría celebrarlo con él y sus amigos en el restaurante del club.
Gael tiene 3 meses de edad, acaba de despertarse y está con mucha hambre. No logra ver nada entre la oscuridad, tiene un poco de calor, pero sobre todo, se siente hambriento y asustado. Solo. Sus manos sienten un ligero viento que refresca su cuerpo, su panza cruje, la sensación de vacío lo desespera. Abre la boca y deja salir todo el ruido que es capaz de hacer, mueve las manos con desesperación, sabe que eso atrae a Matilde, su fuente de calor y de alimento. Una luz se enciende, la oscuridad se ha ido. Matilde asoma su cabeza despeinada con una sonrisa, mete sus manos debajo de Gael y lo levanta. Gael no deja de llorar, no lo hará hasta no tener entre sus manos y en su boca la teta.
Trilogía otoñal, II. Manzanas
La claridad se cuela entre las grietas de la pared y aunque apenas ilumina tenuemente el sobrado, Jacinto es perfectamente capaz de buscar las herramientas y las sogas. Cuando baja, ya se oye cantar al gallo, y a los otros animales removiéndose en el establo. Jacinto sólo tarda unos minutos en uncir las vacas al yugo y enganchar el carro. Hoy ha de recoger la leña cortada la semana pasada y es necesario salir pronto si quiere regresar antes de la anochecida. La finca donde tiene almacenada la madera está cerca del Cubillo y eso ya son casi dos horas de camino. Y otras tantas de vuelta.
Mientras queda atrás el pueblo, Jacinto se descuelga el morral y lo deja en el carro. Antaño el morral solía contener pan caliente, horneado durante la noche por Elvira. Pero hace mucho tiempo de eso. Recuerda las lágrimas que derramó cuando Elvira murió en el parto del pequeño ¡Qué suerte tuvo! vivir un año más sólo le hubiera deparado el sufrimiento de perder a sus hijos uno a uno. Elvira ... ese sol que apenas levanta en el horizonte me trae el color de tu pelo cada mañana. Quizá sea esto lo único que me mantiene vivo, a mi pesar.
El día pasa aprisa, inmerso en el trabajo duro. Normalmente estas tareas se hacen en compañía pero yo no soy un buen compañero ya para nadie. Me he vuelto huraño, incluso agresivo y probablemente la gente murmura que me estoy volviendo loco. En estos pensamientos voy cuando a la entrada del pueblo me vuelvo a encontrar a Fernando. Este chico es incansable. No sé si Miguel tiene algo que ver con esto, pero desde el día que vino a verme no he dejado de toparme con su hijo a cada paso. Nunca me ha dicho nada pero veo en su cara que hoy algo va a ser distinto. Ojalá me equivoque y pueda pasar de largo como cada día.
- Eres el papá de Nicolás, -dice el crío
Le miro y estoy tentado de continuar sin mirarle siquiera pero la voz de Miguel viene a mi cabeza. Se lo debo.
- Si soy yo -digo sorprendiéndome del volumen de mi voz. Casi no la recordaba. - Y tú eres el hijo de mi primo Miguel.
- Entonces también eres mi primo, ¿no? -responde Fernando.
- Sí señor. Lo soy.
Fernando es clavado a su padre, y a mi tío. Casi todos los hombres de mi familia tienen unas grandes cejas, y ojos negros. Este niño pronto será un hombre y se parecerá mucho a nosotros.
- Ven. Sube al carro. Te llevaré a casa. -le propongo
- Vale.
Ambos permanecemos en silencio mientras la yunta nos bambolea por las calles embarradas del pueblo. Cuando llegamos frente a su casa, el chaval baja de un salto y me grita. -¡Adiós Jacinto!
Ya doblo la esquina cuando Miguel y su esposa salen corriendo de casa, sorprendidos por haber sido testigos de la interrupción del prolongado silencio de su hijo.
Quizá deba intentar ser menos hosco y participar en la vida del pueblo. No tiene por qué hacerme mal.
El domingo, al entrar en la Iglesia, las mujeres se vuelven a mirarme y luego murmuran entre sí. Los hombres me abren un hueco entre ellos y noto varias palmadas en la espalda. Nadie habla, supongo que por respeto o temor. Sólo mi primo me agarra del brazo y me lleva junto a él, pero incluso él permanece en silencio.
A la salida del oficio los niños juegan en el patio de la iglesia. Antes de que pueda mirar hacia la derecha, donde está el cementerio, veo cómo Fernando corre hacia nosotros desde la dirección opuesta. Trae dos manzanas y nos da una a cada uno.
- Gracias hijo -le dice Miguel
- Gracias -repito yo, -ya es época de manzanas. Lo había olvidado.
- ¿Cómo sabes que es la época? -me pregunta curioso Fernando
Me hace gracia el crío, y le contesto: -Cerca de aquí también hay manzanos, chaval. Un poco más al Norte, y muchos de este pueblo hemos trabajado recolectando. Y te diré algo. Incluso aquí, en la montaña, hay un manzano, aunque casi nunca florece, por culpa del frío.
- ¿Me llevas a verlo? ¡por favor, llévame Jacinto!
La imagen del manzano de las montañas me viene a la cabeza. Nadie sabe quién lo plantó allí. Probablemente no haya ninguno en muchos kilómetros a la redonda y es casi milagroso que haya resistido las heladas de cada invierno. Antes me encantaba ir allí con mis hijos mayores. ¿Por qué no llevar al chico?
- ¿Me llevas entonces?
- Sí, te llevo. Vamos para allá. ¿No hay problema, no Miguel?
Mi primo niega con la cabeza. Supongo que considera un milagro que en apenas unos días su hijo y yo hayamos recuperado algo de la calma perdida.
Subimos a la montaña en silencio, primero por el camino de la cañada, cruzando la cacera y luego hacia el Arroyo. Es domingo y no hay nadie trabajando en los campos. Al cruzar el pequeño río, comienzan a verse las torres del convento, y Fernando se pone tras de mí. Quedan pocos monjes allí, y muy ancianos, pero entre los niños se cuentan historias y probablemente por eso Fernando les teme.
Bordeamos la tapia del convento oyendo sólo el sonido de nuestros pasos mientras pisan las hojas recientemente caídas, y después de media hora llegamos a la altura del pinar viejo. Al desviarnos del camino el chaval se agarra a mí. Le cojo la mano con fuerza, y avanzamos juntos a través de los helechos. No se oye nada en el claro. En el centro, rodeado por los asientos de piedra, Fernando descubre el árbol. Tendrá más de cien años, quizá doscientos, y casi no tiene hojas ya. Las bajas temperaturas han retorcido su tronco y sus ramas aparecen deslabazadas, sin orden. Muy diferente a los perales del pueblo.
No obstante, algo distinto sucede hoy en el claro. El manzano que casi nunca florece, aparece luminoso, lleno de pequeños frutos, no más grandes que una ciruela. También hay muchas manzanitas caídas entre las hojas del suelo. Nos sentamos en las piedras y cogemos un par de frutas.
- ¡Tenías razón! también aquí hay manzanas. Aunque están algo ácidas -protesta, mientras juega a saltar de piedra a piedra.
Muerdo una de las manzanas. Está muy ácida, sí, no debe haber recibido mucho sol. Quizá si el manzano estuviera en el pueblo ...
- ¡Fernando! hemos de irnos. Pero lleva unas manzanas y le diremos a tu padre que las plante, a ver si nace algún árbol en el pueblo.
- ¡Vale! -el chaval sonríe y yo creo que también al verle. Los dos tenemos ahora una tarea común, aunque sólo sea la de hacer crecer un manzano.
Cuando bajamos el sol se refleja ya contra el rosetón del convento. Casi nadie ha estado allí, pero dicen que desde lo alto de la torre, en los días claros, se ve Segovia. Y también he oído que el reflejo del atardecer en el rosetón se ve desde aún más allá. Leyendas de monjes, seguramente.