de nudos y tiempos

Alejandro Magno ha pasado a la Historia como un tipo joven, guapo, preocupado por su aspecto físico y algo presumido. Seguro que era todo eso, como buen monarca de la Antigüedad, pero también debió ser cruel, duro y expeditivo. Un tipo que a los 30 años ha pasado la mitad de su vida en el campo de batalla no debe andarse con chiquitas. Así pues, cuando un ingenuo llamado Gordias le puso delante la tarea de desatar un nudo de complicada factura, el macedonio, seguramente con prisa porque llegaba tarde a alguna contienda, dio un sablazo a la soga y a otra cosa, mariposa. El buen Gordias debió quedarse con cara de tonto y con los bueyes sueltos, aunque eso no lo cuentan los libros.

Muchos siglos después, en el albor del tercer milenio, parece que hay muchos más émulos de Alejandro que de Gordias. Tejer, construir, elaborar relaciones, empresas, obras duraderas, es trabajo de simples o eso nos quieren vender. Al contrario, los "listos" llevan la rapidez como enseña de éxito y la espada enarbolada para cortar cuantos nudos encuentran a su camino.

La herencia helénica no vino de la mano de la espada alejandrina, sino del lenguaje, la cultura, la arquitectura y la belleza elaborada a cincel. Un poquito de por favor, y tomaos un tiempo para desatar el nudo. Da más satisfacción que cortarlo.


take it easy

recuerdo que hace años, en una reunión en la conocía a poca gente, se estaba montando una partida y un personaje de lo más singular me preguntó:
- oye, ¿sabes jugar al mus?,
- bueno, me defiendo -contesté yo,
- ¿y perder? -replicó
- no tan bien, pero creo que podré estar a la altura -dije riéndome y pensando que el fantoche me estaba retando.
- vale, entonces coge una silla, vamos a pelar a estos dos pollos.

nunca más volví a ver a aquel tipo, una pena pues resultó ser de lo más divertido y ocurrente. La anécdota me ha venido a la cabeza en momentos puntuales de mi vida profesional y me ayuda a mantener la calma ante imbéciles de todo pelaje que no saben ver que ganar es un placer pero perder es un arte. Ese desconocimiento debilita, sobre todo en negociaciones largas, donde casi siempre vence el que menos prisa tiene.




Trilogía Otoñal III. Lluvia


Por fin, el agua. Llevábamos muchos meses sin oler el aroma del aire mojado. Desde la parada del autobús veo la montaña borrosa, diluida bajo el aguacero. Aún faltan casi 15 minutos para que llegue “el Correo”, eso si llega puntual. El pensamiento va y viene durante la espera y me entretengo mordisqueando la manzana que he cogido del árbol de tía Eugenia hace un rato. ¡Está rica! No lo esperaba pues casi siempre son algo ácidas en esta zona. Supongo que el largo verano ha colaborado y por este año los frutos son más dulces de lo habitual. Siempre me he preguntado a quién se le ocurriría plantar este tipo de árboles en una zona con un clima tan hostil. Desde luego, yo he visto el árbol ahí toda mi vida, y siempre oí que la casa de mi tía perteneció a la familia desde siempre. ¿Plantaría el manzano alguno de mis antepasados? ¿Quién sería? ¿pensaría que iba a durar tantos años, hasta un tiempo en el que uno de sus familiares remotos pensase en él o en ella gracias al árbol?


Oigo un motor y tras la curva aparece el autobús. No hace falta que le haga señas, pues Nico, el conductor, sabe ya de memoria donde hay pasajeros esperando.


   - hola Nico -saludo

   - hola Andrés, ¿otro día de lluvia, eh?

   - sí, ya se necesitaba -respondo, calcando el argumento que Nico oirá tantas veces a lo largo del día de hoy.

Me siento justo en el penúltimo sitio del lado del conductor. Siempre elijo el mismo lugar. La mayoría de los pasajeros son los habituales y también están sentados en los mismos sitios. Rutinas de pueblo entre semana. Conozco a casi todos, Pedro, el de Barraca, jugué a fútbol de pequeño con él y con su hermano. El tío Mero, de Salvaguardia; ahora está jubilado pero fue un ganadero importante, y quien compró las últimas vacas a mi abuelo hace ya muchos años. Siempre me sonríe pero no recuerdo haber oído su voz jamás. Las únicas que suelen romper el silencio del autobús son las tres chavalas que vienen de El Menar, pero sólo cuando vuelven del instituto. Ahora, en el trayecto de ida, van medio adormiladas, apoyadas las cabecitas contra la ventana. Les imito y noto el frescor del cristal en la cara. Al otro lado, las gotas deforman el paisaje y mi cabeza vuela de nuevo hacia el hipotético pasado de Collado Hermoso.

Pienso de nuevo en mis antepasados, y dibujo en mi cabeza la escena en la que algunos de ellos plantaron el manzano de tía Eugenia. Me gustaría imaginar que lo disfrutaron haciéndolo, aunque la verdad no creo que en aquella época las cosas se hicieran por ocio o pasatiempo. Los abuelos contaban que cuando ellos eran pequeños la gente no lo pasaba nada bien. Había hambre, y las enfermedades diezmaban la población de la aldea de cuando en cuando.

Sé que me he quedado dormido con el calor del autobús, pero no quiero despertarme. Me veo a mí mismo ayudando a dos personas en la plantación de algunos árboles, uno de ellos el manzano. Hay un niño a mi lado que me mira divertido, como si el encontrarme allí no le extrañase.

- Quédate con nosotros -me pide
- Claro -le digo sin pensar. Una extraña sensación pero a la vez familiar me rodea. Es como si conociese a esta gente de algo.
- ¿Cómo te llamas, chaval? -pregunto, tratando de averiguar más sobre el chico.
- Me llamo Fernando. Fernando Sanz. -dice orgulloso
- ¿Sanz?, yo también me llamo así, Andrés Sanz. - y mientras se lo digo, el chico asiente con naturalidad.
- Ya lo sabía, hombre - y ríe. -Mira, ¡estos son los que vamos a plantar! y me muestra unos plantones jóvenes, mientras me cuenta cómo su tío y él han bajaron las semillas desde un árbol muy viejo que crece en medio del bosque, allá arriba, en la montaña.

Siento que este niño sabe mucho más que yo, a pesar de que debo sacarle veinte años.

En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.

- Ya está bien, Fernando. Deja de hablar solo y ayúdame que tenemos que terminar de plantar el manzano.

El niño me mira y me guiña el ojo, mientras señala a la mano donde sostengo los restos de mi manzana, la que cogí esta misma mañana. Ambos se alejan unos pasos y comienzan a cavar rítmicamente un hoyo para depositar un pequeño arbolillo. Conozco el paraje donde cavan. Es un huerto, el terreno donde hoy se levanta la casa de mis abuelos, aunque faltan muchos edificios de los que se levantan hoy. En su lugar, unas casitas de adobe, encaladas de un color que quiere ser blanco, forman un grupo compacto. Algo más allá, una casa de piedra, con una inscripción en el dintel de entrada. No la leo bien.

Despierto contemplando el corazón de la manzana que aún tengo en la mano. Supongo que después de este sueño estoy casi obligado a plantar sus semillas. ¿Seré capaz de hacerlas germinar? Bueno, no vivo de la tierra, como los antiguos, pero plantar un árbol no ha de ser tan difícil. Sí, lo haré. Lo haré por ese Fernando de mi sueño, y por el árbol de la montaña, donde parece que comenzó todo.




Bajo tierra



En un lugar secreto, bajo tierra, resguardado por muchos soldados armados, se juntan 10 señores bien vestidos fumando pipas y puros. Uno que otro no tolera el humo pero no dice nada. Beben, discuten, acerca de si decir o no la verdad, contarle al gran público que el mundo está a punto de estallar.


En un pequeño departamento de una habitación, un baño y kitchenette, un gato se ha quedado atrapado en el closet desde la noche anterior. Con hambre, empieza a perseguir a una polilla bastante astuta para su especie. Suena el timbre. Es Aurora. Ha venido a buscar a José. La noche anterior pelearon por algo importante y ella está dispuesta a ceder para poder continuar su relación él. Está segura que eso de ceder es un claro indicativo de que él es su verdadero amor.

Cruzando una gran avenida, Juan, un hombre bastante estudioso, trabajador y responsable, contiene las ganas de vomitar. Acaba de pisar caca humana en un callejón que usó como atajo por primera y última vez. Contenido el vómito, Juan acelera el paso a casa para cambiarse de zapatos.

Gustavo acaba de terminar de editar su película. 5 años de ardua labor por fin verán la luz y su trabajo podrá ser apreciado, juzgado, disfrutado y criticado por miles de personas. Abre una lata de cerveza, se mira al espejo, y se encuentra ligeramente más calvo que cuando todo comenzó. Recuerda a Sandra, los problemas de dinero, las peleas, su olor por las mañanas, la cama caliente. Mira el monitor y decide que aquella última toma no corresponde al verdadero final de la historia.

Maya acaba de cumplir 31 años. Está casada hace 3 con un hombre confiable, serio y adinerado. Quiere hacer una fiesta de cumpleaños, invitar a sus amigos de toda la vida, beber y disfrutar. Se lo cuenta a su marido, él levanta la ceja, sonríe con sarna, esa gente, dice, ¿quieres seguir frecuentando a esa gente? ¿Invitarlos a la casa? Ella sonríe, traga saliva y dice que fue una broma, que le encantaría celebrarlo con él y sus amigos en el restaurante del club.

Gael tiene 3 meses de edad, acaba de despertarse y está con mucha hambre. No logra ver nada entre la oscuridad, tiene un poco de calor, pero sobre todo, se siente hambriento y asustado. Solo. Sus manos sienten un ligero viento que refresca su cuerpo, su panza cruje, la sensación de vacío lo desespera. Abre la boca y deja salir todo el ruido que es capaz de hacer, mueve las manos con desesperación, sabe que eso atrae a Matilde, su fuente de calor y de alimento. Una luz se enciende, la oscuridad se ha ido. Matilde asoma su cabeza despeinada con una sonrisa, mete sus manos debajo de Gael y lo levanta. Gael no deja de llorar, no lo hará hasta no tener entre sus manos y en su boca la teta.


Trilogía otoñal, II. Manzanas

Hace ya unos días que primo Miguel vino a verme. Está preocupado por mí y se lo agradezco, así como a todos los que me cruzo a diario y me dedican miradas de lástima. Miguel, además, ve sufrir a su zagal pero no creo que tenga razón en que mi pena pueda ayudar a levantar la suya. Cómo va a ser eso posible, si acaso, la acrecentaría. ¡A mí no me queda más que esperar a que la muerte me lleve con mi familia!

La claridad se cuela entre las grietas de la pared y aunque apenas ilumina tenuemente el sobrado, Jacinto es perfectamente capaz de buscar las herramientas y las sogas. Cuando baja, ya se oye cantar al gallo, y a los otros animales removiéndose en el establo. Jacinto sólo tarda unos minutos en uncir las vacas al yugo y enganchar el carro. Hoy ha de recoger la leña cortada la semana pasada y es necesario salir pronto si quiere regresar antes de la anochecida. La finca donde tiene almacenada la madera está cerca del Cubillo y eso ya son casi dos horas de camino. Y otras tantas de vuelta.

Mientras queda atrás el pueblo, Jacinto se descuelga el morral y lo deja en el carro. Antaño el morral solía contener pan caliente, horneado durante la noche por Elvira. Pero hace mucho tiempo de eso. Recuerda las lágrimas que derramó cuando Elvira murió en el parto del pequeño ¡Qué suerte tuvo! vivir un año más sólo le hubiera deparado el sufrimiento de perder a sus hijos uno a uno. Elvira ... ese sol que apenas levanta en el horizonte me trae el color de tu pelo cada mañana. Quizá sea esto lo único que me mantiene vivo, a mi pesar.

El día pasa aprisa, inmerso en el trabajo duro. Normalmente estas tareas se hacen en compañía pero yo no soy un buen compañero ya para nadie. Me he vuelto huraño, incluso agresivo y probablemente la gente murmura que me estoy volviendo loco. En estos pensamientos voy cuando a la entrada del pueblo me vuelvo a encontrar a Fernando. Este chico es incansable. No sé si Miguel tiene algo que ver con esto, pero desde el día que vino a verme no he dejado de toparme con su hijo a cada paso. Nunca me ha dicho nada pero veo en su cara que hoy algo va a ser distinto. Ojalá me equivoque y pueda pasar de largo como cada día.

   - Eres el papá de Nicolás, -dice el crío
   Le miro y estoy tentado de continuar sin mirarle siquiera pero la voz de Miguel viene a mi cabeza. Se lo debo.
   - Si soy yo -digo sorprendiéndome del volumen de mi voz. Casi no la recordaba. - Y tú eres el hijo de mi primo Miguel.
   - Entonces también eres mi primo, ¿no? -responde Fernando.
   - Sí señor. Lo soy.

Fernando es clavado a su padre, y a mi tío. Casi todos los hombres de mi familia tienen unas grandes cejas, y ojos negros. Este niño pronto será un hombre y se parecerá mucho a nosotros.
   - Ven. Sube al carro. Te llevaré a casa. -le propongo
   - Vale.

Ambos permanecemos en silencio mientras la yunta nos bambolea por las calles embarradas del pueblo. Cuando llegamos frente a su casa, el chaval baja de un salto y me grita. -¡Adiós Jacinto!
Ya doblo la esquina cuando Miguel y su esposa salen corriendo de casa, sorprendidos por haber sido testigos de la interrupción del prolongado silencio de su hijo.

Quizá deba intentar ser menos hosco y participar en la vida del pueblo. No tiene por qué hacerme mal.

El domingo, al entrar en la Iglesia, las mujeres se vuelven a mirarme y luego murmuran entre sí. Los hombres me abren un hueco entre ellos y noto varias palmadas en la espalda. Nadie habla, supongo que por respeto o temor. Sólo mi primo me agarra del brazo y me lleva junto a él, pero incluso él permanece en silencio.

A la salida del oficio los niños juegan en el patio de la iglesia. Antes de que pueda mirar hacia la derecha,  donde está el cementerio, veo cómo Fernando corre hacia nosotros desde la dirección opuesta. Trae dos manzanas y nos da una a cada uno.
   - Gracias hijo -le dice Miguel
   - Gracias -repito yo,  -ya es época de manzanas. Lo había olvidado.
   - ¿Cómo sabes que es la época? -me pregunta curioso Fernando
  Me hace gracia el crío, y le contesto: -Cerca de aquí también hay manzanos, chaval. Un poco más al Norte, y muchos de este pueblo hemos trabajado recolectando. Y te diré algo. Incluso aquí, en la montaña, hay un manzano, aunque casi nunca florece, por culpa del frío.
   - ¿Me llevas a verlo? ¡por favor, llévame Jacinto!

La imagen del manzano de las montañas me viene a la cabeza. Nadie sabe quién lo plantó allí. Probablemente no haya ninguno en muchos kilómetros a la redonda y es casi milagroso que haya resistido las heladas de cada invierno. Antes me encantaba ir allí con mis hijos mayores. ¿Por qué no llevar al chico?

   - ¿Me llevas entonces?
   - Sí, te llevo. Vamos para allá. ¿No hay problema, no Miguel?

Mi primo niega con la cabeza. Supongo que considera un milagro que en apenas unos días su hijo y yo hayamos recuperado algo de la calma perdida.

Subimos a la montaña en silencio, primero por el camino de la cañada, cruzando la cacera y luego hacia el Arroyo. Es domingo y no hay nadie trabajando en los campos. Al cruzar el pequeño río, comienzan a verse las torres del convento, y Fernando se pone tras de mí. Quedan pocos monjes allí, y muy ancianos, pero entre los niños se cuentan historias y probablemente por eso Fernando les teme.

Bordeamos la tapia del convento oyendo sólo el sonido de nuestros pasos mientras pisan las hojas recientemente caídas, y después de media hora llegamos a la altura del pinar viejo. Al desviarnos del camino el chaval se agarra a mí. Le cojo la mano con fuerza, y avanzamos juntos a través de los helechos. No se oye nada en el claro. En el centro, rodeado por los asientos de piedra, Fernando descubre el árbol. Tendrá más de cien años, quizá doscientos, y casi no tiene hojas ya. Las bajas temperaturas han retorcido su tronco y sus ramas aparecen deslabazadas, sin orden. Muy diferente a los perales del pueblo.

No obstante, algo distinto sucede hoy en el claro. El manzano que casi nunca florece, aparece luminoso, lleno de pequeños frutos, no más grandes que una ciruela. También hay muchas manzanitas caídas entre las hojas del suelo. Nos sentamos en las piedras y cogemos un par de frutas.

   - ¡Tenías razón! también aquí hay manzanas. Aunque están algo ácidas -protesta, mientras juega a saltar de piedra a piedra.

Muerdo una de las manzanas. Está muy ácida, sí, no debe haber recibido mucho sol. Quizá si el manzano estuviera en el pueblo ...
   - ¡Fernando! hemos de irnos. Pero lleva unas manzanas y le diremos a tu padre que las plante, a ver si nace algún árbol en el pueblo.
   - ¡Vale! -el chaval sonríe y yo creo que también al verle. Los dos tenemos ahora una tarea común, aunque sólo sea la de hacer crecer un manzano.

Cuando bajamos el sol se refleja ya contra el rosetón del convento. Casi nadie ha estado allí, pero dicen que desde lo alto de la torre, en los días claros, se ve Segovia. Y también he oído que el reflejo del atardecer en el rosetón se ve desde aún más allá. Leyendas de monjes, seguramente.