Corresponsales

el otro día hablábamos de Pérez-Reverte y de su antiguo oficio de periodista de guerra. Alguno decía que debe ser fácil ir a una guerra sólo a mirar, tirar unas fotos y salir corriendo en tu todoterreno nuevecito cuando las cosas se ponen feas, y luego por la noche irte con alguna pobre desesperada al único restaurante que quede en pie en alguna ciudad devastada.

Lo que está claro es que, tristes o contentos, esta gente ha de ser de una casta especial. Gente fría, focalizada en hacer su trabajo. Gente que no mira a los lados, sino solamente a través de la ventanita de sus teleobjetivos. Y parecía que Kevin Carter, el fotógrafo que hizo esta foto y acto seguido se largó de allí, era un tío de ésos.



Luego le dieron un premio, el Pulitzer. Supongo que al jurado le daba igual lo que sucedió con la criatura. Valorarían la luz, el escenario, las vueltas que dio el artista alrededor de la nenita antes de encontrar el encuadre perfecto ... Probablemente también valoraron que este chico blanco de cara simpática era sudafricano ¡qué exótico! y que sufría la sangría de África en carne propia como activista y militante anti-apartheid.

Pero Kevin Carter no era un corresponsal frío ni pertenecía a la casta especial de los corresponsales de guerra. Sus palabras al recoger el premio fueron:
Es la foto más importante de mi carrera pero no estoy orgulloso de ella, no
quiero ni verla, la odio. Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la
niña.

Agobiado por el remordimiento, se suicidó tres meses. Él eligió, la niña no tuvo esa posibilidad. Yo tampoco puedo ni ver la foto de la niña, pero la de Carter la tengo en el escritorio de mi ordenador, en un rinconcito de un mosaico de fotografías que me hacen recordar todos los días las cosas que no me gustan pero que debo tener presentes para intentar ser mejor persona.