Viví en una cueva con un monstruo verdadero. Sucede que con los monstruos nunca sabes qué tan monstruo puede ser, hasta que llega el día en que te enteras. Y decides irte.
De un monstruo verdadero no se huye tan fácilmente. Hay que hacer planes. Silenciosos. Tramar huidas secretas, llamar a los amigos, pedir ayuda, esperar por ella, siempre con una sonrisa porque a los monstruos no les gusta saber que no los quieres. Detestan la idea de pensar que los dejarás solos, sin nadie con quien ser terrible. Sin presa, solos con su espejo, los monstruos se vuelven locos.
Yo no sabía lo que ahora sé y le dije a mi monstruo que me iba, que lo dejaba. Pero hablé con demasiada anticipación. Pretendí vivir con el monstruo en mi pedazo de paz conquistada con esfuerzo de puertas cerradas. Con movimientos calculados de entradas y salidas elaboradas. Evadir al monstruo hasta que llegara el gran día de la libertad. Y me equivoqué. Porque fue entonces que empezó mi pequeña gran pesadilla con este ser retorcido en esta cueva oscura en medio de la ciudad del cielo azul.
Desquicio, confusión, manipulación, reclamos, incluso llantos, son sus armas. ¿Alguna vez viste a un monstruo llorar? El gran peligro de estos seres no es que te asusten, o que pretendan hacerte daño con algo. El verdadero peligro es que intentan volverte monstruo también. Yo casi fui el segundo monstruo en esa cueva. El monstruo gris, de la tristeza, del fastidio, del hartazgo. En esa cueva sin luz, estuve por desaparecer.
Desde mi nuevo rincón soleado hablo ahora de este monstruo con flequillo.
Y será la última vez que sea mencionado.
No está bueno hablar mucho de monstruos. Es mejor olvidarlos. Y eso haré. Dejarlo en sus tierras lejanas, esperando que se mantenga ahí, sin acordarse de mí.