La nieve

La “Morucha” está inquieta. Igual que las otras. Una a una, las vacas han ido acercándose al círculo de piedras como hacen siempre cuando la tormenta arrecia. Busco la cima del monte y no alcanzo a distinguirla a través de la nevada, sin embargo, el caminar de la niebla y la dirección del viento me cuentan que esta noche también habrá hielo en el Elenco. Es entonces cuando vuelvo la vista hacia el ganado y veo que ya están todas aquí, de vuelta, incluso la “Rubia” con su chotillo recién nacido. Menos mal pues ya anochece y no habría tenido fuerza para ir a buscarlos en medio de esta ventisca que no cesa.

Frío invierno éste. Aún no acaba diciembre y ya ha nevado cuatro veces. A este paso será como el año que conocí a Adela. Nadie hubiera imaginado que un niño se enamoraría perdidamente de una chica que le doblaba la edad, pero cómo no enamorarse a la vista de unos ojos que hablaban y de aquella boca que cantaba palabras burlonas frente a un mocoso que ya ni oía ni veía.

También nevaba aquél día en la feria de Navafría. Yo tenía sólo seis años y acompañaba por primera vez a padre al mercado de ganado más grande de la zona. En aquella ocasión no íbamos con intención de comprar ni vender, sólo a intercambiar noticias con otros ganaderos. No solía faltar nadie al evento más importante del Otoño y era una buena ocasión para enterarse de todo lo que acontecía en la comarca.

La nieve había aparecido de repente y en lo alto de la meseta donde se celebraba el mercado el frío era intenso incluso a mediodía. Supongo que mi padre pensaba en mí cuando entró a guarecerse en la tendezuela de Vicente, “el de la Barranca” pues todo el mundo sabía que no les unía una especial amistad.

En el chamizo hacía calor y olía ligeramente al estiércol de los burros y mulas que se apelotonaban afuera. Vicente se afanaba en servir vino a los parroquianos que hablaban a gritos sobre aquél caballo o de aquélla vaca. Entre los lienzos de tela gruesa que protegían del frío exterior se maldecía y se fumaba un tabaco apestoso pero fue allí, en aquél lugar que a mí me daba más miedo que calor, donde Adela me encontró. O eso dijo muchos años después.“te encontré,… te encontré” repetía como en una letanía mientras yacía acurrucada entre mis brazos, con sus piernas siempre frías enlazadas con las mías. Sí, fue una suerte que mi ella me encontrase.

Ah, aquéllas piernas, largas y blancas como estos copos de nieve que cuajan sobre la ladera.

Son ya dos noches esperando a que deje de nevar y noto que las vacas se inquietan. Pobrecillas, este torpe pastor ya no las cuida como antes. La vieja cabaña que les construí perdió el tejado el último invierno y ya no valgo para cubrirlo de nuevo. Aunque sé que no quedan muchos hombres en la aldea que tengan más edad que yo, realmente nunca fui de los más fuertes. Y menos ahora que sé que poco le queda ya a este viejo zorro. Quizá ellas lo presienten y por eso temen más de lo habitual a la tormenta. Las vacas saben muchas cosas.

Bah, hacía mucho tiempo que no pensaba en ella. Debería venir más a mi memoria , como hacía antes, pero las montañas son extrañas y mientras unas veces hurtan los recuerdos, otras los liberan de golpe llenando los valles de espectros del pasado. Y los espectros casi nunca vuelven para nada bueno.

Debería volver al círculo de piedras, pero los músculos no me responden. Maldito mareo, ¡y estas piernas inútiles!. Arrastrándome como hago ahora se va a hacer de día antes de que alcance el abrigo de las rocas y del ganado. Adela, cuánto me alegro de que hoy te hayas pasado por aquí a recordarme aquéllos años. Hoy seguro que hubieras sido tú la que te hubieras quejado de mis pies helados. Míralos, cubiertos de nieve aunque por alguna razón no siento frío.

Ven, acércate, ya no quiero avanzar más. Aquí estoy bien contigo.

Qué suerte que me hayas encontrado …