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Gabino y la señora Muerte

Hoy vi a la muerte conversando con un tipo vestido de negro. No me sorprendió, pues ambos se encontraban apoyados sobre uno de esos carros de caballos que los ricos usan en los funerales. Me pareció, pues, una conversación amigable entre compañeros de trabajo, esperando a un cliente inminente.

Al cabo de un rato me sorprendieron observándoles, y claro, una vez descubierto y con aquellos dos siniestros personajes mirándome, no tuve otro remedio que acercarme y preguntar:

–oigan, ¿no estarán esperando por mí?

El duelo del funesto carruaje me sonrió y dijo, tranquilo:

–no tenga cuidado, caballero. Esta vez el cliente soy yo.

–Vaya hombre, lo lamento. ¿Y de qué ha muerto? no habrá sido muy doloroso cuando le veo departiendo amigablemente con La Muerte.

La Muerte, al sentirse interpelada, contestó al punto:

–Estrés. Sin duda. Llevo años observando a Gabino, al fin y al cabo curramos en el mismo gremio, usted ya me entiende, y ya me temía que uno de estos días iba a terminar llevándomele. Me da pena, oiga, pero estaba escrito. No se puede ir todo el día tan nervioso, de aquí para allá. Si total, los pasajeros que transportaba Gabino ya no tenían prisa por ir a ninguna parte.

–Bueno, de eso nada Señora –interrumpió Gabino –la que no tiene prisa es usted, pero el enterrador, menudo es. Y el floristero, y las familias, que hay cada una que tienen unas ganas de echarle el muerto a otro que no vea. Así que todo el mundo, que si Gabino trae, que si Gabino ve, y hale, al final, pum, Gabino al hoyo. Vaya, que el único momento de tranquilidad en estos días ha sido esta agradable conversación con este señor y con usted.

Hacían una estampa curiosa, la Muerte y Gabino, tan colegas ellos. Me despedí y les desee un buen día, a la Muerte y un buen viaje, a Gabino.

–pero hombre, no se vaya tan pronto, si aún me queda un rato antes de que me abandone del todo el cuerpo –dijo Gabino

–Quite, quite, a ver si no se va a querer ir usted solo y se me lleva la Muerte.

–Ja, ja, ja –nos reímos todos en una carcajada coral. Luego la Muerte me guiñó un ojo.

–¡Ya nos veremos … Rodolfo!

–¡Más tarde que pronto, Muerte! ¡Adiós Gabino!

Enverde


   "El viento pasó la noche entrando y saliendo de las casas, como un gendarme alado en busca de los rebeldes que desoían las órdenes de la Guardia Civil. Ya sólo éramos tres; el Perico el más exaltado de nosotros, que pasó la noche mascullando planes de defensa y maldiciones contra políticos, militares y muchos otros a quiénes culpaba de nuestra desgracia. Ramón y yo ya sabíamos a estas alturas que unas horas más tarde todo habría acabado, pero jamás abandonaríamos a tía Engracia a su suerte. Perico y tía Engracia, los más testarudos de los habitantes de Enverde, vaya dos ejemplares, el uno con apenas 17 años y la otra con más de 80, pero tan parecidos en su furia.

Casi amanecía cuando el aullido del viento fue apagándose ante el chirrido insoportable de las excavadoras. Sus orugas ya habían comenzado a aplastar la tapia del cementerio viejo cuando cantó el único gallo que quedaba en el pueblo.
-Rediós! A por ellos! , saltó Perico como un resorte seguido de la tía. Antes de llegar a la primera máquina ya se le habían echado encima dos guardias, pero fueron necesarios varios más para inmovilizarle. Callarle no pudieron. La tía cayó al suelo de rodillas, abrazada a la cruz de la tumba de tío Tomás, y también se la llevaron, desmayada.

Ramón me dijo, -vamos, nada hay que hacer aquí , y yo salí arrastrando  los pies, con tiempo para un último examen al interior de la que fue casa de nuestra familia en los últimos doscientos años. Miré hacia la chimenea, apagada en negros rescoldos, fríos, como el resto, oscuros como mis pensamientos. La cunita de Ana, el azulejo que tapaba mi escondrijo para los dulces, el arcón de la matanza, tan pesado que padre no pudo sacarlo ni con ayuda de varios vecinos, quién sabe si estaba allí desde que se construyó la casa.

Un hombre me agarró del brazo y me guió hacia el camino del monte. Nada dijo y, aunque con aspecto de ciudad, pude ver respeto y lástima en sus ojos. "Sr. Torrens, Ingeniero", leí en letras bordadas en su camisa. Me dejé llevar y al cabo de unos metros vi que el hombre regresó con las máquinas.
La Guardia Civil puso alambradas y me quedé sentado junto a uno de los postes. No vi a Ramón, ni a Perico ni a tía Engracia. Más arriba, en el monte, muchos de nuestros vecinos esperaban con los carros dispuestos llenos de las magras pertenencias que habían podido empacar. No me moví.

Han pasado tres días y el pueblo entero ha sido arrasado. Todos los tejados aparecen caídos y hasta la iglesia parece desnuda. Le han quitado las puertas y desmontado las campanas. La cigüeña sigue ahí y quizá en unas semanas abandone al ver en qué se ha convertido su hogar, mas parece la última resistente.

El agua comenzó a llegar ayer, silenciosa y ténebre. Vino lentamente,  haciendo flotar ramas y viejos aperos abandonados en los sembrados. Cuando cubrió nuestro árbol, aquel tronco hueco donde nos escondimos tantas tardes, ya había más agua en mis ojos que en el maldito embalse, pero ahora, cuando el único edificio sobre las aguas es el campanario, no me queda nada que llorar. Todo está muerto ya".


el tejo


Noto algo raro. Mi sombra, en lugar de caminar a mi ritmo, decide adelantarme y colocarse delante. Sabe que me he perdido y pretende encontrar el camino de regreso por sí misma. No conozco esta parte del bosque, y bordeo gruesos abetos a la vez que tarareo para tranquilizarme. El pánico o el frío me hacen tiritar y resoplar cada vez más fuerte mientras cada vez hay menos luz en el bosque y las guirnaldas del atardecer desaparecen una a una de las copas de los árboles. De repente un claro, con un viejo árbol en el centro, aparece entre la maraña de robles. También hay ocho piedras cúbicas y blancas que se desordenan en derredor, y reflejan la luz de una luna que aparece radiante por el Norte. 

Desde mi posición veo aparecer una mujer. Aún no es vieja y debio ser bella un día. Lleva en las manos un cubo de madera y varios cuencos vacíos. Se detiene junto a cada una de las piedras y reparte uno de los recipientes para cada roca. Después deja el cubo al pie del árbol, un tejo, seguramente el más grande que haya visto nunca, un árbol antiguo, surcado de nudos y grietas tan antiguos como la misma sierra. Miro mi hacha como reflejo del oficio de leñador que siempre he desempeñado y calculo cuánto me darían en el pueblo si convierto ese anciano en tablones.

Sólo pasa el tiempo. Nada más. La luz de la luna se atenúa por efecto de una insidiosa niebla que me paraliza aún más, ahora por el frío. Así, acurrucado y tembloroso vuelvo la mirada al claro y todo esta igual que hace un instante, salvo que sobre las losas descansan ahora siete figuras, ¿de dónde han salido? En este momento sé que debería irme, y vosotros también (lo sabéis), pero no puedo. Hasta el viento se ha quedado inmóvil escuchando la letanía que parte, no de las gargantas de los que se sientan en el claro, sino del corro de árboles que lo circundan. Poco a poco la música se va metiendo en mi cabeza, poco a poco, la música ... un son lento, con sabor a tierra y antigüedad ...

Las ramas de decenas de árboles me empujan a ocupar el octavo sillar y descubro que mis compañeros están cubiertos de musgo y barro mojado. Sus pies, enterrados en el suelo, no son sino fuertes raíces que reptando se unen con los míos, pero reacciono y consigo liberarme golpeando con mi hacha. Algo parecido a la sangre mancha de verde intenso mis pantalones de faena ...

Los viejos dicen que la niebla se lleva cosas. Inadvertidamente, como llega se va, silenciosa. Y siempre se lleva algo. También se va la cabeza de los que oyen la letanía del bosque. No recuerdo haber retornado a la aldea pero aquí estoy y ya llevo días sin poder articular una palabra. De mi mente sólo parten acordes y nadie parece entenderme cuando hablo. Oigo a mis hijos hablar a través de las paredes y fantasean con espectros, con el ataque de un lobo, con maldiciones. Dicen que mi pelo es ahora gris verdoso, como el musgo que cuelga de los árboles viejos, y el señor médico no parece entender que el muñón que hay donde se encontraba mi pie termine en un extraño material como de madera ...





Trilogía Otoñal III. Lluvia


Por fin, el agua. Llevábamos muchos meses sin oler el aroma del aire mojado. Desde la parada del autobús veo la montaña borrosa, diluida bajo el aguacero. Aún faltan casi 15 minutos para que llegue “el Correo”, eso si llega puntual. El pensamiento va y viene durante la espera y me entretengo mordisqueando la manzana que he cogido del árbol de tía Eugenia hace un rato. ¡Está rica! No lo esperaba pues casi siempre son algo ácidas en esta zona. Supongo que el largo verano ha colaborado y por este año los frutos son más dulces de lo habitual. Siempre me he preguntado a quién se le ocurriría plantar este tipo de árboles en una zona con un clima tan hostil. Desde luego, yo he visto el árbol ahí toda mi vida, y siempre oí que la casa de mi tía perteneció a la familia desde siempre. ¿Plantaría el manzano alguno de mis antepasados? ¿Quién sería? ¿pensaría que iba a durar tantos años, hasta un tiempo en el que uno de sus familiares remotos pensase en él o en ella gracias al árbol?


Oigo un motor y tras la curva aparece el autobús. No hace falta que le haga señas, pues Nico, el conductor, sabe ya de memoria donde hay pasajeros esperando.


   - hola Nico -saludo

   - hola Andrés, ¿otro día de lluvia, eh?

   - sí, ya se necesitaba -respondo, calcando el argumento que Nico oirá tantas veces a lo largo del día de hoy.

Me siento justo en el penúltimo sitio del lado del conductor. Siempre elijo el mismo lugar. La mayoría de los pasajeros son los habituales y también están sentados en los mismos sitios. Rutinas de pueblo entre semana. Conozco a casi todos, Pedro, el de Barraca, jugué a fútbol de pequeño con él y con su hermano. El tío Mero, de Salvaguardia; ahora está jubilado pero fue un ganadero importante, y quien compró las últimas vacas a mi abuelo hace ya muchos años. Siempre me sonríe pero no recuerdo haber oído su voz jamás. Las únicas que suelen romper el silencio del autobús son las tres chavalas que vienen de El Menar, pero sólo cuando vuelven del instituto. Ahora, en el trayecto de ida, van medio adormiladas, apoyadas las cabecitas contra la ventana. Les imito y noto el frescor del cristal en la cara. Al otro lado, las gotas deforman el paisaje y mi cabeza vuela de nuevo hacia el hipotético pasado de Collado Hermoso.

Pienso de nuevo en mis antepasados, y dibujo en mi cabeza la escena en la que algunos de ellos plantaron el manzano de tía Eugenia. Me gustaría imaginar que lo disfrutaron haciéndolo, aunque la verdad no creo que en aquella época las cosas se hicieran por ocio o pasatiempo. Los abuelos contaban que cuando ellos eran pequeños la gente no lo pasaba nada bien. Había hambre, y las enfermedades diezmaban la población de la aldea de cuando en cuando.

Sé que me he quedado dormido con el calor del autobús, pero no quiero despertarme. Me veo a mí mismo ayudando a dos personas en la plantación de algunos árboles, uno de ellos el manzano. Hay un niño a mi lado que me mira divertido, como si el encontrarme allí no le extrañase.

- Quédate con nosotros -me pide
- Claro -le digo sin pensar. Una extraña sensación pero a la vez familiar me rodea. Es como si conociese a esta gente de algo.
- ¿Cómo te llamas, chaval? -pregunto, tratando de averiguar más sobre el chico.
- Me llamo Fernando. Fernando Sanz. -dice orgulloso
- ¿Sanz?, yo también me llamo así, Andrés Sanz. - y mientras se lo digo, el chico asiente con naturalidad.
- Ya lo sabía, hombre - y ríe. -Mira, ¡estos son los que vamos a plantar! y me muestra unos plantones jóvenes, mientras me cuenta cómo su tío y él han bajaron las semillas desde un árbol muy viejo que crece en medio del bosque, allá arriba, en la montaña.

Siento que este niño sabe mucho más que yo, a pesar de que debo sacarle veinte años.

En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.

- Ya está bien, Fernando. Deja de hablar solo y ayúdame que tenemos que terminar de plantar el manzano.

El niño me mira y me guiña el ojo, mientras señala a la mano donde sostengo los restos de mi manzana, la que cogí esta misma mañana. Ambos se alejan unos pasos y comienzan a cavar rítmicamente un hoyo para depositar un pequeño arbolillo. Conozco el paraje donde cavan. Es un huerto, el terreno donde hoy se levanta la casa de mis abuelos, aunque faltan muchos edificios de los que se levantan hoy. En su lugar, unas casitas de adobe, encaladas de un color que quiere ser blanco, forman un grupo compacto. Algo más allá, una casa de piedra, con una inscripción en el dintel de entrada. No la leo bien.

Despierto contemplando el corazón de la manzana que aún tengo en la mano. Supongo que después de este sueño estoy casi obligado a plantar sus semillas. ¿Seré capaz de hacerlas germinar? Bueno, no vivo de la tierra, como los antiguos, pero plantar un árbol no ha de ser tan difícil. Sí, lo haré. Lo haré por ese Fernando de mi sueño, y por el árbol de la montaña, donde parece que comenzó todo.




Trilogía otoñal, II. Manzanas

Hace ya unos días que primo Miguel vino a verme. Está preocupado por mí y se lo agradezco, así como a todos los que me cruzo a diario y me dedican miradas de lástima. Miguel, además, ve sufrir a su zagal pero no creo que tenga razón en que mi pena pueda ayudar a levantar la suya. Cómo va a ser eso posible, si acaso, la acrecentaría. ¡A mí no me queda más que esperar a que la muerte me lleve con mi familia!

La claridad se cuela entre las grietas de la pared y aunque apenas ilumina tenuemente el sobrado, Jacinto es perfectamente capaz de buscar las herramientas y las sogas. Cuando baja, ya se oye cantar al gallo, y a los otros animales removiéndose en el establo. Jacinto sólo tarda unos minutos en uncir las vacas al yugo y enganchar el carro. Hoy ha de recoger la leña cortada la semana pasada y es necesario salir pronto si quiere regresar antes de la anochecida. La finca donde tiene almacenada la madera está cerca del Cubillo y eso ya son casi dos horas de camino. Y otras tantas de vuelta.

Mientras queda atrás el pueblo, Jacinto se descuelga el morral y lo deja en el carro. Antaño el morral solía contener pan caliente, horneado durante la noche por Elvira. Pero hace mucho tiempo de eso. Recuerda las lágrimas que derramó cuando Elvira murió en el parto del pequeño ¡Qué suerte tuvo! vivir un año más sólo le hubiera deparado el sufrimiento de perder a sus hijos uno a uno. Elvira ... ese sol que apenas levanta en el horizonte me trae el color de tu pelo cada mañana. Quizá sea esto lo único que me mantiene vivo, a mi pesar.

El día pasa aprisa, inmerso en el trabajo duro. Normalmente estas tareas se hacen en compañía pero yo no soy un buen compañero ya para nadie. Me he vuelto huraño, incluso agresivo y probablemente la gente murmura que me estoy volviendo loco. En estos pensamientos voy cuando a la entrada del pueblo me vuelvo a encontrar a Fernando. Este chico es incansable. No sé si Miguel tiene algo que ver con esto, pero desde el día que vino a verme no he dejado de toparme con su hijo a cada paso. Nunca me ha dicho nada pero veo en su cara que hoy algo va a ser distinto. Ojalá me equivoque y pueda pasar de largo como cada día.

   - Eres el papá de Nicolás, -dice el crío
   Le miro y estoy tentado de continuar sin mirarle siquiera pero la voz de Miguel viene a mi cabeza. Se lo debo.
   - Si soy yo -digo sorprendiéndome del volumen de mi voz. Casi no la recordaba. - Y tú eres el hijo de mi primo Miguel.
   - Entonces también eres mi primo, ¿no? -responde Fernando.
   - Sí señor. Lo soy.

Fernando es clavado a su padre, y a mi tío. Casi todos los hombres de mi familia tienen unas grandes cejas, y ojos negros. Este niño pronto será un hombre y se parecerá mucho a nosotros.
   - Ven. Sube al carro. Te llevaré a casa. -le propongo
   - Vale.

Ambos permanecemos en silencio mientras la yunta nos bambolea por las calles embarradas del pueblo. Cuando llegamos frente a su casa, el chaval baja de un salto y me grita. -¡Adiós Jacinto!
Ya doblo la esquina cuando Miguel y su esposa salen corriendo de casa, sorprendidos por haber sido testigos de la interrupción del prolongado silencio de su hijo.

Quizá deba intentar ser menos hosco y participar en la vida del pueblo. No tiene por qué hacerme mal.

El domingo, al entrar en la Iglesia, las mujeres se vuelven a mirarme y luego murmuran entre sí. Los hombres me abren un hueco entre ellos y noto varias palmadas en la espalda. Nadie habla, supongo que por respeto o temor. Sólo mi primo me agarra del brazo y me lleva junto a él, pero incluso él permanece en silencio.

A la salida del oficio los niños juegan en el patio de la iglesia. Antes de que pueda mirar hacia la derecha,  donde está el cementerio, veo cómo Fernando corre hacia nosotros desde la dirección opuesta. Trae dos manzanas y nos da una a cada uno.
   - Gracias hijo -le dice Miguel
   - Gracias -repito yo,  -ya es época de manzanas. Lo había olvidado.
   - ¿Cómo sabes que es la época? -me pregunta curioso Fernando
  Me hace gracia el crío, y le contesto: -Cerca de aquí también hay manzanos, chaval. Un poco más al Norte, y muchos de este pueblo hemos trabajado recolectando. Y te diré algo. Incluso aquí, en la montaña, hay un manzano, aunque casi nunca florece, por culpa del frío.
   - ¿Me llevas a verlo? ¡por favor, llévame Jacinto!

La imagen del manzano de las montañas me viene a la cabeza. Nadie sabe quién lo plantó allí. Probablemente no haya ninguno en muchos kilómetros a la redonda y es casi milagroso que haya resistido las heladas de cada invierno. Antes me encantaba ir allí con mis hijos mayores. ¿Por qué no llevar al chico?

   - ¿Me llevas entonces?
   - Sí, te llevo. Vamos para allá. ¿No hay problema, no Miguel?

Mi primo niega con la cabeza. Supongo que considera un milagro que en apenas unos días su hijo y yo hayamos recuperado algo de la calma perdida.

Subimos a la montaña en silencio, primero por el camino de la cañada, cruzando la cacera y luego hacia el Arroyo. Es domingo y no hay nadie trabajando en los campos. Al cruzar el pequeño río, comienzan a verse las torres del convento, y Fernando se pone tras de mí. Quedan pocos monjes allí, y muy ancianos, pero entre los niños se cuentan historias y probablemente por eso Fernando les teme.

Bordeamos la tapia del convento oyendo sólo el sonido de nuestros pasos mientras pisan las hojas recientemente caídas, y después de media hora llegamos a la altura del pinar viejo. Al desviarnos del camino el chaval se agarra a mí. Le cojo la mano con fuerza, y avanzamos juntos a través de los helechos. No se oye nada en el claro. En el centro, rodeado por los asientos de piedra, Fernando descubre el árbol. Tendrá más de cien años, quizá doscientos, y casi no tiene hojas ya. Las bajas temperaturas han retorcido su tronco y sus ramas aparecen deslabazadas, sin orden. Muy diferente a los perales del pueblo.

No obstante, algo distinto sucede hoy en el claro. El manzano que casi nunca florece, aparece luminoso, lleno de pequeños frutos, no más grandes que una ciruela. También hay muchas manzanitas caídas entre las hojas del suelo. Nos sentamos en las piedras y cogemos un par de frutas.

   - ¡Tenías razón! también aquí hay manzanas. Aunque están algo ácidas -protesta, mientras juega a saltar de piedra a piedra.

Muerdo una de las manzanas. Está muy ácida, sí, no debe haber recibido mucho sol. Quizá si el manzano estuviera en el pueblo ...
   - ¡Fernando! hemos de irnos. Pero lleva unas manzanas y le diremos a tu padre que las plante, a ver si nace algún árbol en el pueblo.
   - ¡Vale! -el chaval sonríe y yo creo que también al verle. Los dos tenemos ahora una tarea común, aunque sólo sea la de hacer crecer un manzano.

Cuando bajamos el sol se refleja ya contra el rosetón del convento. Casi nadie ha estado allí, pero dicen que desde lo alto de la torre, en los días claros, se ve Segovia. Y también he oído que el reflejo del atardecer en el rosetón se ve desde aún más allá. Leyendas de monjes, seguramente.


Trilogía OtoñaI I. El viento


Silba el viento aquí fuera. Su temperatura es aún soportable pero también trae un martirio continuo para unos oídos que ahora recuerdan cómo comienzan aquí los inviernos. Todavía en agosto, los días se hacen cortos y con la noche viene el fresco; cuántas veces nos hemos arrimado a la lumbre comunal notando como el otoño pasa suavemente por nuestra espalda camino de otra región. En Castilla, nueve meses de invierno y tres de infierno dicen, nunca oí nada de otoños ni primaveras.

A lo lejos diviso a Jacinto. Desde hace meses se le ve solo, siempre a lo lejos, evitando el contacto con cualquier otro habitante del pueblo. Sale de su casa al alba y regresa de anochecida, evitando la calle principal, con la cabeza gacha y arrastrando los pies tras la yunta. Sus casi 28 años parecen haberse triplicado y en el oscilar de su cuerpo se adivina la cadencia triste con la que caminan los ancianos. Nada queda ya de aquel que tocaba el tamboril en la fiestas del pasado octubre y como ese invierno que llega, el paso de Jacinto enfría el ánimo de los que le ven pasar camino de su casa.

Este año Dios no ha mirado a nuestra comarca, al menos no lo hizo hasta que le tocó mostrar el camino al otro mundo a muchos de los nuestros. Primero, el regreso de los milicianos, muchos menos de los que se fueron hace casi tres años. Luego, la muerte del primer contagiado, seguida de otras muchas. Un pueblo tras otro, lleno de enfermos y en algunos casos, como en el nuestro, lleno de muertos. En casa de Jacinto sólo queda él. Su padre, sus dos hijos, se fueron en silencio, sin quejarse. En la más terrible de aquéllas noches se le oyó gritar como sólo alguien que se convierte en espectro viviente puede hacerlo. Estaba sólo, en medio de la calle, con su hija inerte en sus brazos.

Desde entonces nadie había oído su voz. Dos estaciones en silencio hasta que hace tan sólo una semana se decidió a hablar. Pasó a mi lado y sólo dijo -“Miguel, no puedo olvidar, no puedo dormir, no puedo …” y volvió a caer en su mutismo. He intentado hablar con él, animarle. Es mi deber como amigo y pariente, pero no hay manera. El Jacinto que conocí ya no habita en ese cuerpo.

Han pasado los días desde aquellas parcas palabras y no puedo pensar en otra cosa. Creo que la desesperación de mi primo está afectándome tanto o más que al resto del pueblo y necesito ir a hablar con él. Ahora.

La familia de Jacinto siempre ha vivido en una casa grande, de las pocas construidas en piedra que hay en Collado. El “castillo” la llaman. Dicen los viejos que un antepasado de Jacinto fue rico, y que dejó a su muerte mucho ganado y hacienda. Por desgracia, de aquello sólo queda la casa, y una inscripción en su arco de entrada donde se lee mal que bien la fecha en la que fue construida  en 17*7 y parte de una frase “ut plac*** deo hominibus”. A Jacinto ya no le enorgullece que su casa sea la envidia del pueblo, no ahora que la habita una mortaja de soledad …

-       ¡! Jacinto ¡!
-       ¿andas por ahí, primo?

La casa parece cerrada así que la rodeo hacia la parte de atrás. Del pequeño establo llega un sonido rítmico y allí me asomo.
-       Hola primo, ¿qué estás haciendo? 
-       A tomasín le gustaban mucho –dijo en un hilo de voz- y aunque ya no esté aquí, es lo único que puedo hacer por él ahora.
-        
En sus manos tiene una pequeña navaja y está tallando un animal de madera. Es sorprendente la delicadeza con la que esas manos rudas sostienen al pequeño animal casi terminado. A sus pies, hay más figuras: un caballo, una vaca, una cabeza de conejo. En mi casa hay varias muy parecidas, todas ellas fabricadas por Jacinto para mi hijo Fernando. Él también está triste por la pérdida de sus amigos y nuestros intentos por animarle no han resultado muy fructíferos. Se me ocurre entonces que …
-       Quiero que me ayudes con algo, Jacinto.
-       ¿Ayudarte? ¿yo? –dice sorprendido
-       Sí, quizá te preguntes cómo el tío más deprimido del pueblo puede ayudar al más optimista pero sí, te necesito –le digo con voz seria.
-       ¿qué pasa, has venido a reírte de mí, Miguel? Si es así prefiero que me evites como el resto del pueblo. –responde desafiante.

Me quedo callado un momento y agarrándole suavemente del hombro le digo:
-       no es nada de eso Jacinto. Te necesito para que ayudes a mi hijo. Quizá pienses que no eres la persona más indicada, pero yo estoy seguro de que sólo tú eres capaz de sentir lo que Fernando siente, y te pido que me ayudes a levantarle el ánimo. No eres el único al que la muerte de tu hijo ha sumido en la tristeza.
-       Estás loco –dice Jacinto. ¿Qué quieres? ¿qué le destroce aún más? Sólo soy un cadáver viviente que sólo puede traer desgracia. No cuentes conmigo.
-       Pero … -trato de argumentar
-       No hay peros, primo. Ve en paz y déjame con lo mío. Los muertos no se deben juntar con los vivos.

Jacinto se aleja dejándome sólo en el cobertizo. Mala idea tuve, pienso. Quizá nadie me pueda ayudar con Fernando y desde luego, a mi primo no le queda otra posesión que su amargura. 



WhiteChapel

Londres … , siempre imagine esa ciudad dentro de un sueño, al otro lado de un mar lleno de peligros, barcos hundidos, monstruos terroríficos. En mi mente mezclaba leyendas antiguas con cosas inventadas, canciones punk con chicos guapos e irreales. Creo que fue el día que me regalaste ese disco de los Clash cuando tomé la decisión. Escuchándolo pensé que quería vivir aquí. Ahora tú estás en otra ciudad, seguramente en brazos de esa imbécil teñida y yo, ya ves la ironía, pensando en ti. Estamos locas las tías. Vivo en el centro de todo pero en mis venas late el recuerdo de un chico de mi antiguo barrio.

Nostalgia. Supongo que es culpa del colocón que llevo. Ha sido una fiesta cojonuda, de verdad, pero entre lo que me he metido y esta caminata se me está amargando la vida. Vaya tarde, ha sido genial cuando Mike el pelirrojo me ha presentado a Mick Jones. Qué punto, y yo media hora hablando con una estrella del rock sin saber quien era. Parece un tío tan normal. Hu u uy ¡que me caigo!, vaya pedo llevo, -“¡thank you guy!”, “¡eh tú!, ¡qué te estoy dando las gracias por ayudarme!” Será mamón el tío, ni me ha contestado. No te jode el simpático, qué panda de amargados hay en esta ciudad.

Uff, no sé cuanto tiempo llevo caminando y no se me pasa la caraja. Qué mierda nos habrá vendido el puto libanés. Joder, y qué calle es ésta. Debería estar cerca de mi barrio y ni un solo edificio me resulta familiar. A ver … Br..ick Laaane, ni idea, y el caso es que me suena. Bah, a ver la otra, Fashion Street, hey, ni idea tampoco pero moola. Fashion, va a ser mi calle favorita de ahora en adelante. Vaya tela, Cristina, si te ve Mario en este estado seguro que hasta se casa con la rubiata y tiene hijos con tal de no verte de nuevo.

Estoy hecha unos zorros. Juro que no vuelvo a meterme nada y que antes de que termine el mes me vuelvo a Madrid, aunque tenga que contarle todo a papá y se entere de que la niñata de su hija de 18 años lleva meses gastando en cerveza y marihuana el dinero de la academia. Ya no pinto nada aquí. Todo sea por no permanecer más tiempo lejos de casa.

A ver la siguiente calle, Commercial Street … joder, si es que me suenan todas, pero de qué, de qué … ¡eso es, esto es WhiteChapel! Vale, eso es, el barrio donde me contó Cathy que había estado Jack el Destripador. Bueno, al menos voy en la dirección correcta aunque … vaya gracia haber caído aquí. Por lo visto, al tal Jack nunca le cogieron … pero fue hace cien años, menos mal que estará criando malvas desde hace tiempo. Brrrr …., y además de este frío y esta bruma que no deja ver ni las placas de las calles. Qué poco se gastan los ingleses en farolas, oye. Ni en nada, qué barrio más sucio. A ver si alcanzo a ver esa placa junto al farol. “Dor.. set Street., cerca de aquí .. fue encontrado el c..uerpo de Mary Jane Kelly…” Joder, vaya sitio. A moverse tocan, que una no es supersticiosa pero no conviene tentar a la suerte.

Las dos, y yo sin acostarme. A ver quién se levanta mañana para currar en el “fish and chips”, a aguantar al espagueti que no me quita ojo en todo el día. Me muero de ganas por ver la cara que pone el tío cuando le diga que me vuelvo para España. Baboso. Cree que tiene posibilidades conmigo sólo porque farda con una Vespa llena de espejitos. Si no fuera porque estoy pelada, mañana ni aparecía.

Oye, qué chico más guapo. –“hola, senorita”, anda y éste cómo sabe qué soy española. Es que nos fichan enseguida, cómo lo harán. –“hello”, vaya otro que me suena. Vaya noche de “dejá vú” llevo.

-“¿cómo sabes que soy española”, le pregunto en inglés.

-“conozco muy bien a las mujeres, por eso sé que eres española, y también sé que estás bastante perdida en este momento”. “¿Dónde vas”

Qué chulo el tío, pero tiene su gracia. –“Voy a Liverpool Street” “Creo que no está lejos pero sí ando algo desorientada”

-“ está cerca, pero hay que atravesar todas estas calles de enfrente, te acompaño si quieres”

- “Gracias”, qué suerte he tenido. Un inglés amable en toda la ciudad y me toca a mí. Y encima está bueno.

Hemos avanzado un par de callejas. Menos mal que este chico me guía porque esto es un laberinto y cada vez más angosto. Ahora que me doy cuenta, no sé ni su nombre. –“Oye, cómo te llamas”

-“no suelo dar mi nombre a ninguna de vosotras”

-“¿nosotras? ¿quiénes?”

-“las mujeres a las que elijo”

He notado un golpe seco en el costado. –“eh, ¿qué pasa?” , me he caído y veo que el chico se agacha para ayudarme. No le veo bien y no parece tan guapo como antes. Su rostro, a la luz del farol, parece ahora como de otro tiempo. Siento su aliento en mi cara, y un calor extraño por todo el cuerpo. Mientras noto unas manos dentro de mí, hurgando en mis tripas, me doy cuenta de que el suelo, a mi alrededor, está lleno de sangre …




Un nuevo mundo


Querida hermana: tras dos días infernales el mar ha dado tregua a nuestro barco. Dos días sin dormir, subiendo y bajando a cubierta. Guardia, ayuda, alarma, y otra vez guardia. Dentro de tres horas hago un nuevo turno en la cofa, y aún soy afortunado pues es casi el único lugar del barco donde no se percibe olor a alquitrán y a miedo. Tras dos meses de travesía nadie aquí sabe ya si volveremos a casa y siquiera si llegaremos a costa alguna. Los marinos más viejos hablan de monstruos marinos y de tripulaciones enteras que enloquecieron a la vista de espectros salidos del fondo de los mares y los grumetes lloran aterrorizados. Al menos hoy hemos vuelto a divisar la vela de la capitana, que parecía haberse perdido en la tempestad. La primera buena noticia en una semana. Desde donde estoy diviso una luz en la Santa María y tengo la esperanza de que los cálculos del almirante sean ciertos y nos esté llevando por buen rumbo.

Hermana, a veces, justo antes de que el contramaestre nos despierte a gritos y empellones, sueño con nuestras montañas, y me veo a mí mismo en la parte más alta del monte, desde donde en los días claros se divisa con claridad la silueta de las murallas nuevas de Turégano. Al despertar el aroma de los pinos se cambia por el olor a salitre que lo impregna todo, y casi deseo que uno de esos horribles monstruos marinos de los que habla el viejo García acabe con todo esto. Este viejo es de Guadalajara y como yo, uno de los pocos nacidos lejos del mar. No obstante, "la mar" como el dice, hace ya siglos que se coló en sus ojos acuosos. Esos ojos sin fondo que a veces te traspasan. Dicen en la nave que García ve el futuro y yo, que desde que hace un año salí de Collado he visto tantos prodigios, diría que así es.

Antes, cuando el segundo piloto me dijo, "Gonzalo, tú eres el siguiente para subir a la cofa", vi como el viejo miraba al marinero de Triana, a ése tan callado del que todos se mofan, y oí como murmuraba "No te esfuerces, Gonzalo. No serás tú quien primero divise tierra. Lo hará Rodrigo, el de Triana, y bien pronto ".

Miro hacia arriba y entre el trenzado de la jarcia se ve al pobre Rodrigo. Para él la fama. Ni la recompensa prometida por el almirante, ni el honor me recompensan del error que cometí el día que abandoné nuestra tierra segoviana. Hoy sólo quiero volver, aunque sea sin un maravedí en el bolsillo. Así que ojalá divisemos ya ese maldito Cipango ...

El juez (II)


una amiga me ha dicho que el relato anterior le ha dejado más preguntas que respuestas. La verdad es que a mí me gusta soltar una idea y que los visitantes echen la imaginación a rodar, pero ... quizá con esta segunda parte todo quede más redondo. Ahí va !

(...)

Virgilio fue juez en el pueblo durante muchos años, prácticamente desde su llegada al pueblo. Mi padre siempre me decía que cuando él era niño, Virgilio ya cuidaba de nosotros. "El juez", el respetado, el temido, el que ponía fin a todas las disputas, el hombre que sólo tenía que levantar la voz para devolver la paz al pueblo. Desde pequeño me fascinó su figura, supongo que porque ansiaba despertar en mis vecinos la misma admiración que le profesaban a él.

Tanto fue mi interés que pronto me encontré siguiendo a aquel hombre allá por donde iba, atendiendo sus palabras, escuchando sus juicios sobre temas importantes o acerca de las más nimias cuitas. Seguro que Virgilio veía en mí una especie de mascota, pero a base de imitar sus actitudes, al poco tiempo ya dirimía las peleas entre los chicos de mi edad, y Virgilio comenzó a ver en este chiquillo al que veinte años más tarde sería su sucesor.

Eran días felices, pero el año en que cumplí los 12 años no llovió. El siguiente tampoco y una tremenda hambruna cayó sobre la comarca. En poco tiempo, entre la miseria despertaron los más bajos instintos de los hombres y el crimen se multiplicó. Los primeros meses Virgilio era capaz de mantener el orden con su buen juicio pero al principio del segundo año tuvimos el primer muerto. Un hombre de uno de los caseríos más alejados de la aldea apareció muerto. Lo encontraron clavado a la puerta de su cuadra, atravesado por decenas de flechas y todo su famélico ganado había desaparecido. Virgilio, con la misma calma que era capaz de demostrar en una disputa familiar, ordenó a a nuestros soldados que buscaran a los ladrones asesinos en el mercado de Navafría. No tenía dudas de que habrían acudido allí a vender su botín.

Despertaba la mañana siguiente cuando nuestros soldados regresaron, algunos malheridos, pero con su misión cumplida. Sus caballos tiraban de un carro donde dos de los ladrones yacían muertos. Quedaban vivos dos de ellos, o casi vivos diría yo. Llenos de sangre y arrastrándose a duras penas, fueron presentados ante Virgilio. Nada dijo, ni dio ninguna explicación sobre lo que se disponía a hacer. Se acercó a ellos en silencio y, sin preámbulos, les degolló en medio de la plaza. Luego, ordenó que sus cuerpos fuesen amarrados a la picota, para ejemplo de todos.
Aquella noche llovió, y aunque la lluvia no se detuvo durante tres días, el olor a muerte permanecía en el aire. Aún pasó un mes hasta que Virgilio ordenó enterrar los despojos de los asesinos del pastor. Un mes en el que prácticamente nadie en el pueblo pronunció una palabra. Ni siquiera el juez, quien apenas aparecía por el pueblo, y cuando lo hacía, caminaba solo, evitando a la gente.

Superando mi miedo a aquel hombre que se había vuelto extraño a mis ojos, comencé a seguirle de nuevo, como un perrillo, respetando su mutismo. Quizá fue durante esos días cuando Virgilio creyó ver en mí alguien capacitado para observar lo que los demás no ven pues una mañana me miró y me dijo una sola frase, unas pocas palabras que he recordado todos los días de mi vida, pero que hasta ayer no me había revelado su verdadera magnitud: “Héctor, Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”. No dije nada, y la vida continuó. Nunca más Virgilio tuvo que emplear método más duro que su voz profunda y su corazón ecuánime para saldar hasta el más complicado del los pleitos. Muchos inviernos después, cuando yo ya hacía muchos años que era un adulto, Virgilio se fue como vino. En silencio. Dicen que se internó en el bosque, pero nadie pudo decirlo con seguridad.

A su marcha, el pueblo decidió que yo, Héctor, ocupase el lugar del "juez". Los años pasados junto a Virgilio me habían dado la experiencia suficiente como para no fallar en las pequeñas disputas. Para las grandes, el respeto que imponía mi clan me sostuvo en el cargo hasta que, con el tiempo, ha llegado la gran prueba para el sucesor del gran juez. Ahora, el pueblo sabe que soy fuerte, y ello hace fuerte al pueblo. Ahora están tranquilos. Yo, por mi parte, sólo alejo el desasosiego de mi ser cuando camino por este bosque entre cuya espesura desapareció Virgilio. Creo que ha llegado el momento de buscar alguien que pueda sustituirme en el futuro, alguien que continúe la tradición de Virgilio y de todos los jueces que han cuidado del pueblo desde que el recuerdo existe.

El juez

“Cumpliré con mi deber”, pensé en silencio, aunque la voz interior resonó en mis oídos como si la hubiesen pronunciado a coro en cada rincón del pueblo.

–“Cumplirás con tu deber”, me había anunciado Virgilio siete años atrás. –“Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”.

El alba prometía un día brillante, pero nadie en aquel lugar apartaba los ojos del suelo. Los rayos de aquel sol aún incipiente sólo servían para hacer brillar la piel congelada de mis manos. Aún abstraído en el recuerdo de las palabras de Virgilio, caminé unos pasos hacia el centro de la plaza, seguido por cientos de ojos. Cuando abrí los míos sólo vi al alguacil que sujetaba al que iba a morir. Me costó identificar a un hombre entre aquel amasijo de barro y tela. Ese bulto se revolvía en el suelo y murmuraba y chillaba alternativamente frases que no entendí.

Fue rápido. Nunca sabré si el valor me habría abandonado si se hubiese tratado de uno de mis paisanos en lugar de aquel forastero. Vi como clareaba por la parte de La Salceda cuando tras levantar mi brazo, lo bajé de golpe clavando el cuchillo en su corazón. El hombre dejó de temblar y exhaló un suspiro a la vez que una bocanada del aire fresco de la mañana penetraba en los pulmones de los espectadores.

No hablé, no miré a mis vecinos, no volví a casa. Solo, caminé sin soltar el cuchillo, errático, sin rumbo fijo. No recuerdo mucho de aquéllas horas, pero sería casi mediodía cuando terminé de abrir un agujero en la tierra y abandoné allí el puñal con el que acababa de extinguir una vida.

Al regresar a la aldea me crucé con algunos labradores que volvían de la faena. Uno tras otro bajaron la cabeza a mi encuentro, no sé si por respeto, como hasta entonces, … o por simple miedo. Sólo uno me saludó desde lejos, pero se trataba de un cacharrero que, habiendo estado ausente toda la semana, seguramente no sabía nada del ajusticiamiento.

Al entrar en la aldea no pude distinguir un solo sonido que hiciera pensar que allí habitaban casi quinientas almas. Pasé de nuevo por la plaza pero no fui capaz de mirar allí donde los cuervos graznaban. En ese momento volví a pensar en Virgilio, el anterior juez, y deseé que estuviera a mi lado para preguntarle cuánto dura el desasosiego.

adiós abuelitas


estos días se nos han ido algunas de las abuelitas de Collado Hermoso. En su ancianidad, estaban ya muy débiles, sufrían y no vivían más que en sus recuerdos, lugares extraños con los que entrelazaban el presente. Duele que se vayan, pero ... los seres queridos no siempre mueren cuando han llegado a una elevada edad y muchos de los que adoras se van de este mundo antes de tiempo. Así que cuando la pena te ha corroído el corazón durante años, la muerte de otro de los mayores, ahora en los últimos metros del camino, es más fácil de asumir. Con tristeza, sí, pero con el consuelo de que ellos tuvieron una larga vida y nosotros el privilegio de compartirla durante la última etapa. El privilegio de aprender de esos seres maravillosos que ya no están, pero que sabemos que nos acompañarán hasta que nos toque seguir su camino.

Melancolía y recuerdo, con Zebra de los Beach House.

El abuelo
(en homenaje a Miguel Delibes, un literato)

¿a cuántas personas amé? ¿cincuenta, veinte, quizá un ciento? ¿cómo puedo contar si ni siquiera sé el lugar en el que están enterrados? Desde luego recuerdo la primera persona a la que quise de verdad. Era el padrastro de mi madre, el hombre que se casó con la abuela cuando enviudó.
Recuerdo vívidamente el aspecto de su ropa. Prendas viejas, con olor a jara y a pinar, siempre con alguna brizna de paja prendida de las mangas o las perneras. Nunca estaba en casa cuando yo despertaba y sólo regresaba a casa cuando la última luz se había ido. Era habitual que padre y él aparecieran en el horizonte helado, como materializados en la oscuridad de la noche invernal. Mamá y yo solíamos esperarles al final del cercado, sosteniendo encendido un fanal al que hacía oscilar el viento. Luego entrábamos los cuatro juntos a casa y cenábamos las sopas que había preparado la abuela sentados alrededor del fuego. Yo, siempre acurrucado junto a él, casi siempre me quedaba dormido mientras acariciaba mi pelo y se extendía por la estancia aquél olor a resina de pino.

Quizá él no fuera realmente mi abuelo, pero ... sí, definitivamente fue la primera persona que quise de verdad.
El abuelo
(en homenaje a Miguel Delibes, un literato)

¿a cuántas personas amé? ¿cincuenta, veinte, quizá un ciento? ¿cómo puedo contar si ni siquiera sé el lugar en el que están enterrados? Desde luego recuerdo la primera persona a la que quise de verdad. Era el padrastro de mi madre, el hombre que se casó con la abuela cuando enviudó.
Recuerdo vívidamente el aspecto de su ropa. Prendas viejas, con olor a jara y a pinar, siempre con alguna brizna de paja prendida de las mangas o las perneras. Nunca estaba en casa cuando yo despertaba y sólo regresaba a casa cuando la última luz se había ido. Era habitual que padre y él aparecieran en el horizonte helado, como materializados en la oscuridad de la noche invernal. Mamá y yo solíamos esperarles al final del cercado, sosteniendo encendido un fanal al que hacía oscilar el viento. Luego entrábamos los cuatro juntos a casa y cenábamos las sopas que había preparado la abuela sentados alrededor del fuego. Yo, siempre acurrucado junto a él, casi siempre me quedaba dormido mientras acariciaba mi pelo y se extendía por la estancia aquél olor a resina de pino.

Quizá él no fuera realmente mi abuelo, pero ... sí, definitivamente fue la primera persona que quise de verdad.
La nieve

La “Morucha” está inquieta. Igual que las otras. Una a una, las vacas han ido acercándose al círculo de piedras como hacen siempre cuando la tormenta arrecia. Busco la cima del monte y no alcanzo a distinguirla a través de la nevada, sin embargo, el caminar de la niebla y la dirección del viento me cuentan que esta noche también habrá hielo en el Elenco. Es entonces cuando vuelvo la vista hacia el ganado y veo que ya están todas aquí, de vuelta, incluso la “Rubia” con su chotillo recién nacido. Menos mal pues ya anochece y no habría tenido fuerza para ir a buscarlos en medio de esta ventisca que no cesa.

Frío invierno éste. Aún no acaba diciembre y ya ha nevado cuatro veces. A este paso será como el año que conocí a Adela. Nadie hubiera imaginado que un niño se enamoraría perdidamente de una chica que le doblaba la edad, pero cómo no enamorarse a la vista de unos ojos que hablaban y de aquella boca que cantaba palabras burlonas frente a un mocoso que ya ni oía ni veía.

También nevaba aquél día en la feria de Navafría. Yo tenía sólo seis años y acompañaba por primera vez a padre al mercado de ganado más grande de la zona. En aquella ocasión no íbamos con intención de comprar ni vender, sólo a intercambiar noticias con otros ganaderos. No solía faltar nadie al evento más importante del Otoño y era una buena ocasión para enterarse de todo lo que acontecía en la comarca.

La nieve había aparecido de repente y en lo alto de la meseta donde se celebraba el mercado el frío era intenso incluso a mediodía. Supongo que mi padre pensaba en mí cuando entró a guarecerse en la tendezuela de Vicente, “el de la Barranca” pues todo el mundo sabía que no les unía una especial amistad.

En el chamizo hacía calor y olía ligeramente al estiércol de los burros y mulas que se apelotonaban afuera. Vicente se afanaba en servir vino a los parroquianos que hablaban a gritos sobre aquél caballo o de aquélla vaca. Entre los lienzos de tela gruesa que protegían del frío exterior se maldecía y se fumaba un tabaco apestoso pero fue allí, en aquél lugar que a mí me daba más miedo que calor, donde Adela me encontró. O eso dijo muchos años después.“te encontré,… te encontré” repetía como en una letanía mientras yacía acurrucada entre mis brazos, con sus piernas siempre frías enlazadas con las mías. Sí, fue una suerte que mi ella me encontrase.

Ah, aquéllas piernas, largas y blancas como estos copos de nieve que cuajan sobre la ladera.

Son ya dos noches esperando a que deje de nevar y noto que las vacas se inquietan. Pobrecillas, este torpe pastor ya no las cuida como antes. La vieja cabaña que les construí perdió el tejado el último invierno y ya no valgo para cubrirlo de nuevo. Aunque sé que no quedan muchos hombres en la aldea que tengan más edad que yo, realmente nunca fui de los más fuertes. Y menos ahora que sé que poco le queda ya a este viejo zorro. Quizá ellas lo presienten y por eso temen más de lo habitual a la tormenta. Las vacas saben muchas cosas.

Bah, hacía mucho tiempo que no pensaba en ella. Debería venir más a mi memoria , como hacía antes, pero las montañas son extrañas y mientras unas veces hurtan los recuerdos, otras los liberan de golpe llenando los valles de espectros del pasado. Y los espectros casi nunca vuelven para nada bueno.

Debería volver al círculo de piedras, pero los músculos no me responden. Maldito mareo, ¡y estas piernas inútiles!. Arrastrándome como hago ahora se va a hacer de día antes de que alcance el abrigo de las rocas y del ganado. Adela, cuánto me alegro de que hoy te hayas pasado por aquí a recordarme aquéllos años. Hoy seguro que hubieras sido tú la que te hubieras quejado de mis pies helados. Míralos, cubiertos de nieve aunque por alguna razón no siento frío.

Ven, acércate, ya no quiero avanzar más. Aquí estoy bien contigo.

Qué suerte que me hayas encontrado …
Tiempos difíciles

No se conocieron hasta que la muchacha cumplió 15 años, y eso que en la aldea vivían poco más de 500 habitantes. Cada uno en un extremo del pueblo, él habitaba en el molino que había junto al río y ella cerca de la Iglesia, en el centro de la aldea. Además, él tenía casi tres años más que ella y nunca antes se había fijado en aquella delgaducha pecosa..

La cosecha casi había terminado y los días, largos, invitaban a pasar la noche en la plaza, riendo y bailando al son de la gaita y el tamboril. El muchacho andaba ya por los corros de los hombres desde hacía un par de años. Mucho vino, grandes risotadas, miradas indiscretas hacía las muchachas solteras. También ellas bromeaban, más quedamente, sobre ése o aquél. Aquellas fiestas de Julio descubrieron que dos pares de ojos se imantaban irremediablemente entre la muchedumbre, fijos unos en los otros y despreocupados del resto de sus sentidos.

En pocos días recuperaron el tiempo perdido. El pueblo menguó sólo para ellos, y sus cuerpos se convirtieron en sombras uno del otro. Él se refrescaba en la fuente justo a la hora que ella hacía la aguada. Ella atravesaba la era dando un rodeo desde su casa, sólo para pasar junto al cerrado donde el chico y su familia recogían los últimos restos de la reciente siega. Una mirada bastaba para que el corazón ardiese todo el día.

De familias pobres ambos, no había impedimentos familiares para que la cosa terminara en boda una vez que él regresara del servicio militar. Dos años, que parecían eternos, pero que fueron corriendo tan rápido como las docenas de cartas, ligeras de letra pero cargadas de pasión que fueron y volvieron hasta los lejanos cuarteles.

La guerra alargó la ausencia, y cuando el chico volvió ella ya era de otro hombre. Arreglos entre familias para sobrellevar tiempos difíciles. Sus padres no compartían su pasión por aquel muchacho que combatía lejos, y la voluntad de la muchacha nada tuvo que oponer a la necesidad de la familia.

Una tarde de Septiembre, las copas de los álamos que crecen a la entrada del pueblo saludaron el regreso del hombre. Hacía años que se había enterado de las malas nuevas pero las cartas no habían cesado, ni tampoco sus sentimientos. A estas alturas ambos sabían que el recuerdo de aquellas caricias juveniles les acompañarían toda la vida y, con determinación, cerraron a cal y canto sus almas.

Él nunca gozó otros besos más que los que cada noche paladeaba en su recuerdo y ella continuó despertando, día a día, con la ilusión de encender sus cada vez menos furtivas miradas. Los encuentros casuales siguieron sucediéndose, como si nada hubiera pasado, y hasta ahora, cuarenta años después, estos novios eternos no han dejado de verse ni un solo día. El mismo candor, la misma alegría en los ojos no se ha consumido con los años, pues todo es mucho para quien poco espera.

Suelo verlos a mediodía, cuando el sol más aprieta y los viejos disfrutan la sombra del soportal frente al ayuntamiento. Ellos siempre se sientan juntos, silenciosos, tan ajenos a todo como aquella primera noche en la plaza. Y podría jurar que hay una especie de vereda entre sus ojos, como si no pudieran despegarse unos de los otros …
Los cuentos inconclusos

era la intelectual del pueblo, la maestra, aquélla mujer que dominaba los signos, que domaba el trazo del lapicero o de la tiza en el encerado. Además, no sólo sabía cosas, sino que también conocía el terrible secreto de cómo contarlas, lo que llenaba de alegría a los habitantes del pueblo, y de desasosiego a ella . Y es que, aunque le encantaba inventar historias, crear personajes, imaginar sus vidas, también tenía el íntimo temor, que quién sabe cuándo apareció, de que al finalizar un relato también terminaría su vida.

Alguien le había dicho en una ocasión que la princesa Sherezade, aquella de las Mil y Una Noches, había conseguido hilvanar una historia interminable, compuesta de pequeños relatos cuyo final siempre se hacía esperar. Cada uno de ellos siempre dejaba una puerta abierta al siguiente, y al siguiente, y a muchos más, y en esa historia creyó ver la solución a su problema y a su aflicción por una más que segura muerte una vez acabase el libro.

Fue así como concibió un curioso método. Solía plasmar sus historias sobre papel y siempre, cuando cerraba una historia, cortaba la hoja del cuaderno un par de frases antes del final. Igualmente, cuando relataba uno de sus cuentos a los niños del pueblo siempre se detenía poco antes de acabar y pedía a los niños que imaginaran un desenlace, el que más gustase a cada uno.

Pasaron los años, y la maestra de los cuentos inconclusos vio pasar la vida en el trasiego de la aldea. La maestra nos dejó cuando era ya muy, muy mayor y hasta el día anterior estuvo contando historias, historias que repetimos todavía hoy, siempre las mismas y siempre diferentes, pues cada cual inventa su propio final.

Ah, se me olvidaba. Su sobrino me trajo un día un sobre gris, de papel grueso, bastante abultado. No lo he abierto y es porque sé que en su interior hay muchos trozos de papel, tan grandes como para contener un par de renglones escritos a pluma. En todos estos años imaginé mis propios finales para los cuentos de la maestra y ... me daría mucha pena leer los que imaginó ella.
Miradas

El hombre de la sonrisa breve pero marfileña muerde el cigarro usando apenas un centímetro de la comisura de sus labios. Siempre escucha en silencio. pero, sin saber por qué, los que debaten suelen buscar en su viva mirada algún tipo de aceptación aún apenas imperceptible.

El hombre de la sonrisa breve nunca asiente ni condena, pero todos saben encontrar un brillo u otro en su mirada, un sí o un no, un quizá o un tal vez. El pueblo confía en su juicio y en su enigmática mueca. Dicen los que le conocen desde siempre que apenas recuerdan el sonido de su voz, sin embargo, todos en el pueblo jurarían que el hombre de la sonrisa breve nunca pasa de largo sin saludar.

Una vez vi a uno de mis amigos sentado a su lado, a media tarde. Al atardecer seguía allí, haciendo aspavientos con las manos. Les vi de lejos y no pude oír nada de lo que allí se cocía, por lo que más tarde, en la taberna, pregunté a mi amigo qué había sucedido. Por lo visto éste había intentado pedir consejo a aquél y le había disgustado la respuesta. Lo extraño era que mi amigo no podíar repetir con precisión absolutamente nada de lo que, según él, aquel hombre había argumentado durante varias horas. Mientras meditaba sobre ello, vi de reojo al hombre de la sonrisa breve pero marfileña contemplándonos y pude adivinar que había sucedido. Ya me extrañaba a mí que mi amigo recordara el sonido de una voz que sin duda nunca había oído.


un tipo raro

cómo describirle ... no sé, era un personaje distinto al resto. Desde niño se dedicó a “inventar” cosas. Siempre conseguía darle un toque de originalidad a la mayor nimiedad. Hasta andando o comiendo, o realizando la más simple de las actividades se salía de cualquier convención hasta entonces vista u oída. Un chaval curioso, sin duda. Tenía lo que se supone que poseen en propiedad exclusiva los artistas, los ingenieros, los escritores, los científicos. Tenía ideas, muchas y de todos los colores. A veces la gente se reía de ellas, por burdas, por inútiles o por irrealizables. Tenían toda la razón en hacerlo, pues el muchacho vivía a caballo entre la genialidad y el absurdo. Prueba, error, prueba, error, pero no con un criterio utilitarista, sino simplemente por que sí.

Cuando le conocí era ya un hombre hecho y derecho. Padre, esposo y amigo de todos. ¿De todos? Sí, amigo de todos. Al veces sus peregrinas ideas le granjeaban alguna antipatía, pero sus enemigos pronto se cansaban de enfadarse con él. Al tío le hubiera dado igual. Siempre con una sonrisa en la boca, él no guardaba rencores ni tampoco agradecimientos. Solamente vivía.