Gabino y la señora Muerte
Al cabo de un rato me sorprendieron observándoles, y claro, una vez descubierto y con aquellos dos siniestros personajes mirándome, no tuve otro remedio que acercarme y preguntar:
–oigan, ¿no estarán esperando por mí?
El duelo del funesto carruaje me sonrió y dijo, tranquilo:
–no tenga cuidado, caballero. Esta vez el cliente soy yo.
–Vaya hombre, lo lamento. ¿Y de qué ha muerto? no habrá sido muy doloroso cuando le veo departiendo amigablemente con La Muerte.
La Muerte, al sentirse interpelada, contestó al punto:
–Estrés. Sin duda. Llevo años observando a Gabino, al fin y al cabo curramos en el mismo gremio, usted ya me entiende, y ya me temía que uno de estos días iba a terminar llevándomele. Me da pena, oiga, pero estaba escrito. No se puede ir todo el día tan nervioso, de aquí para allá. Si total, los pasajeros que transportaba Gabino ya no tenían prisa por ir a ninguna parte.
–Bueno, de eso nada Señora –interrumpió Gabino –la que no tiene prisa es usted, pero el enterrador, menudo es. Y el floristero, y las familias, que hay cada una que tienen unas ganas de echarle el muerto a otro que no vea. Así que todo el mundo, que si Gabino trae, que si Gabino ve, y hale, al final, pum, Gabino al hoyo. Vaya, que el único momento de tranquilidad en estos días ha sido esta agradable conversación con este señor y con usted.
Hacían una estampa curiosa, la Muerte y Gabino, tan colegas ellos. Me despedí y les desee un buen día, a la Muerte y un buen viaje, a Gabino.
–pero hombre, no se vaya tan pronto, si aún me queda un rato antes de que me abandone del todo el cuerpo –dijo Gabino
–Quite, quite, a ver si no se va a querer ir usted solo y se me lleva la Muerte.
–Ja, ja, ja –nos reímos todos en una carcajada coral. Luego la Muerte me guiñó un ojo.
–¡Ya nos veremos … Rodolfo!
–¡Más tarde que pronto, Muerte! ¡Adiós Gabino!
Enverde
"El viento pasó la noche entrando y saliendo de las casas, como un gendarme alado en busca de los rebeldes que desoían las órdenes de la Guardia Civil. Ya sólo éramos tres; el Perico el más exaltado de nosotros, que pasó la noche mascullando planes de defensa y maldiciones contra políticos, militares y muchos otros a quiénes culpaba de nuestra desgracia. Ramón y yo ya sabíamos a estas alturas que unas horas más tarde todo habría acabado, pero jamás abandonaríamos a tía Engracia a su suerte. Perico y tía Engracia, los más testarudos de los habitantes de Enverde, vaya dos ejemplares, el uno con apenas 17 años y la otra con más de 80, pero tan parecidos en su furia.
Casi amanecía cuando el aullido del viento fue apagándose ante el chirrido insoportable de las excavadoras. Sus orugas ya habían comenzado a aplastar la tapia del cementerio viejo cuando cantó el único gallo que quedaba en el pueblo.
-Rediós! A por ellos! , saltó Perico como un resorte seguido de la tía. Antes de llegar a la primera máquina ya se le habían echado encima dos guardias, pero fueron necesarios varios más para inmovilizarle. Callarle no pudieron. La tía cayó al suelo de rodillas, abrazada a la cruz de la tumba de tío Tomás, y también se la llevaron, desmayada.
Ramón me dijo, -vamos, nada hay que hacer aquí , y yo salí arrastrando los pies, con tiempo para un último examen al interior de la que fue casa de nuestra familia en los últimos doscientos años. Miré hacia la chimenea, apagada en negros rescoldos, fríos, como el resto, oscuros como mis pensamientos. La cunita de Ana, el azulejo que tapaba mi escondrijo para los dulces, el arcón de la matanza, tan pesado que padre no pudo sacarlo ni con ayuda de varios vecinos, quién sabe si estaba allí desde que se construyó la casa.
Un hombre me agarró del brazo y me guió hacia el camino del monte. Nada dijo y, aunque con aspecto de ciudad, pude ver respeto y lástima en sus ojos. "Sr. Torrens, Ingeniero", leí en letras bordadas en su camisa. Me dejé llevar y al cabo de unos metros vi que el hombre regresó con las máquinas.
La Guardia Civil puso alambradas y me quedé sentado junto a uno de los postes. No vi a Ramón, ni a Perico ni a tía Engracia. Más arriba, en el monte, muchos de nuestros vecinos esperaban con los carros dispuestos llenos de las magras pertenencias que habían podido empacar. No me moví.
Han pasado tres días y el pueblo entero ha sido arrasado. Todos los tejados aparecen caídos y hasta la iglesia parece desnuda. Le han quitado las puertas y desmontado las campanas. La cigüeña sigue ahí y quizá en unas semanas abandone al ver en qué se ha convertido su hogar, mas parece la última resistente.
El agua comenzó a llegar ayer, silenciosa y ténebre. Vino lentamente, haciendo flotar ramas y viejos aperos abandonados en los sembrados. Cuando cubrió nuestro árbol, aquel tronco hueco donde nos escondimos tantas tardes, ya había más agua en mis ojos que en el maldito embalse, pero ahora, cuando el único edificio sobre las aguas es el campanario, no me queda nada que llorar. Todo está muerto ya".
el tejo
Las ramas de decenas de árboles me empujan a ocupar el octavo sillar y descubro que mis compañeros están cubiertos de musgo y barro mojado. Sus pies, enterrados en el suelo, no son sino fuertes raíces que reptando se unen con los míos, pero reacciono y consigo liberarme golpeando con mi hacha. Algo parecido a la sangre mancha de verde intenso mis pantalones de faena ...
Trilogía Otoñal III. Lluvia
En mi ensoñación, veo como un hombre que ha permanecido quieto, observando la escena se acerca y apoya sus manazas sobre los hombros de Fernando.
Trilogía otoñal, II. Manzanas
La claridad se cuela entre las grietas de la pared y aunque apenas ilumina tenuemente el sobrado, Jacinto es perfectamente capaz de buscar las herramientas y las sogas. Cuando baja, ya se oye cantar al gallo, y a los otros animales removiéndose en el establo. Jacinto sólo tarda unos minutos en uncir las vacas al yugo y enganchar el carro. Hoy ha de recoger la leña cortada la semana pasada y es necesario salir pronto si quiere regresar antes de la anochecida. La finca donde tiene almacenada la madera está cerca del Cubillo y eso ya son casi dos horas de camino. Y otras tantas de vuelta.
Mientras queda atrás el pueblo, Jacinto se descuelga el morral y lo deja en el carro. Antaño el morral solía contener pan caliente, horneado durante la noche por Elvira. Pero hace mucho tiempo de eso. Recuerda las lágrimas que derramó cuando Elvira murió en el parto del pequeño ¡Qué suerte tuvo! vivir un año más sólo le hubiera deparado el sufrimiento de perder a sus hijos uno a uno. Elvira ... ese sol que apenas levanta en el horizonte me trae el color de tu pelo cada mañana. Quizá sea esto lo único que me mantiene vivo, a mi pesar.
El día pasa aprisa, inmerso en el trabajo duro. Normalmente estas tareas se hacen en compañía pero yo no soy un buen compañero ya para nadie. Me he vuelto huraño, incluso agresivo y probablemente la gente murmura que me estoy volviendo loco. En estos pensamientos voy cuando a la entrada del pueblo me vuelvo a encontrar a Fernando. Este chico es incansable. No sé si Miguel tiene algo que ver con esto, pero desde el día que vino a verme no he dejado de toparme con su hijo a cada paso. Nunca me ha dicho nada pero veo en su cara que hoy algo va a ser distinto. Ojalá me equivoque y pueda pasar de largo como cada día.
- Eres el papá de Nicolás, -dice el crío
Le miro y estoy tentado de continuar sin mirarle siquiera pero la voz de Miguel viene a mi cabeza. Se lo debo.
- Si soy yo -digo sorprendiéndome del volumen de mi voz. Casi no la recordaba. - Y tú eres el hijo de mi primo Miguel.
- Entonces también eres mi primo, ¿no? -responde Fernando.
- Sí señor. Lo soy.
Fernando es clavado a su padre, y a mi tío. Casi todos los hombres de mi familia tienen unas grandes cejas, y ojos negros. Este niño pronto será un hombre y se parecerá mucho a nosotros.
- Ven. Sube al carro. Te llevaré a casa. -le propongo
- Vale.
Ambos permanecemos en silencio mientras la yunta nos bambolea por las calles embarradas del pueblo. Cuando llegamos frente a su casa, el chaval baja de un salto y me grita. -¡Adiós Jacinto!
Ya doblo la esquina cuando Miguel y su esposa salen corriendo de casa, sorprendidos por haber sido testigos de la interrupción del prolongado silencio de su hijo.
Quizá deba intentar ser menos hosco y participar en la vida del pueblo. No tiene por qué hacerme mal.
El domingo, al entrar en la Iglesia, las mujeres se vuelven a mirarme y luego murmuran entre sí. Los hombres me abren un hueco entre ellos y noto varias palmadas en la espalda. Nadie habla, supongo que por respeto o temor. Sólo mi primo me agarra del brazo y me lleva junto a él, pero incluso él permanece en silencio.
A la salida del oficio los niños juegan en el patio de la iglesia. Antes de que pueda mirar hacia la derecha, donde está el cementerio, veo cómo Fernando corre hacia nosotros desde la dirección opuesta. Trae dos manzanas y nos da una a cada uno.
- Gracias hijo -le dice Miguel
- Gracias -repito yo, -ya es época de manzanas. Lo había olvidado.
- ¿Cómo sabes que es la época? -me pregunta curioso Fernando
Me hace gracia el crío, y le contesto: -Cerca de aquí también hay manzanos, chaval. Un poco más al Norte, y muchos de este pueblo hemos trabajado recolectando. Y te diré algo. Incluso aquí, en la montaña, hay un manzano, aunque casi nunca florece, por culpa del frío.
- ¿Me llevas a verlo? ¡por favor, llévame Jacinto!
La imagen del manzano de las montañas me viene a la cabeza. Nadie sabe quién lo plantó allí. Probablemente no haya ninguno en muchos kilómetros a la redonda y es casi milagroso que haya resistido las heladas de cada invierno. Antes me encantaba ir allí con mis hijos mayores. ¿Por qué no llevar al chico?
- ¿Me llevas entonces?
- Sí, te llevo. Vamos para allá. ¿No hay problema, no Miguel?
Mi primo niega con la cabeza. Supongo que considera un milagro que en apenas unos días su hijo y yo hayamos recuperado algo de la calma perdida.
Subimos a la montaña en silencio, primero por el camino de la cañada, cruzando la cacera y luego hacia el Arroyo. Es domingo y no hay nadie trabajando en los campos. Al cruzar el pequeño río, comienzan a verse las torres del convento, y Fernando se pone tras de mí. Quedan pocos monjes allí, y muy ancianos, pero entre los niños se cuentan historias y probablemente por eso Fernando les teme.
Bordeamos la tapia del convento oyendo sólo el sonido de nuestros pasos mientras pisan las hojas recientemente caídas, y después de media hora llegamos a la altura del pinar viejo. Al desviarnos del camino el chaval se agarra a mí. Le cojo la mano con fuerza, y avanzamos juntos a través de los helechos. No se oye nada en el claro. En el centro, rodeado por los asientos de piedra, Fernando descubre el árbol. Tendrá más de cien años, quizá doscientos, y casi no tiene hojas ya. Las bajas temperaturas han retorcido su tronco y sus ramas aparecen deslabazadas, sin orden. Muy diferente a los perales del pueblo.
No obstante, algo distinto sucede hoy en el claro. El manzano que casi nunca florece, aparece luminoso, lleno de pequeños frutos, no más grandes que una ciruela. También hay muchas manzanitas caídas entre las hojas del suelo. Nos sentamos en las piedras y cogemos un par de frutas.
- ¡Tenías razón! también aquí hay manzanas. Aunque están algo ácidas -protesta, mientras juega a saltar de piedra a piedra.
Muerdo una de las manzanas. Está muy ácida, sí, no debe haber recibido mucho sol. Quizá si el manzano estuviera en el pueblo ...
- ¡Fernando! hemos de irnos. Pero lleva unas manzanas y le diremos a tu padre que las plante, a ver si nace algún árbol en el pueblo.
- ¡Vale! -el chaval sonríe y yo creo que también al verle. Los dos tenemos ahora una tarea común, aunque sólo sea la de hacer crecer un manzano.
Cuando bajamos el sol se refleja ya contra el rosetón del convento. Casi nadie ha estado allí, pero dicen que desde lo alto de la torre, en los días claros, se ve Segovia. Y también he oído que el reflejo del atardecer en el rosetón se ve desde aún más allá. Leyendas de monjes, seguramente.
Trilogía OtoñaI I. El viento
WhiteChapel
Londres … , siempre imagine esa ciudad dentro de un sueño, al otro lado de un mar lleno de peligros, barcos hundidos, monstruos terroríficos. En mi mente mezclaba leyendas antiguas con cosas inventadas, canciones punk con chicos guapos e irreales. Creo que fue el día que me regalaste ese disco de los Clash cuando tomé la decisión. Escuchándolo pensé que quería vivir aquí. Ahora tú estás en otra ciudad, seguramente en brazos de esa imbécil teñida y yo, ya ves la ironía, pensando en ti. Estamos locas las tías. Vivo en el centro de todo pero en mis venas late el recuerdo de un chico de mi antiguo barrio.
Nostalgia. Supongo que es culpa del colocón que llevo. Ha sido una fiesta cojonuda, de verdad, pero entre lo que me he metido y esta caminata se me está amargando la vida. Vaya tarde, ha sido genial cuando Mike el pelirrojo me ha presentado a Mick Jones. Qué punto, y yo media hora hablando con una estrella del rock sin saber quien era. Parece un tío tan normal. Hu u uy ¡que me caigo!, vaya pedo llevo, -“¡thank you guy!”, “¡eh tú!, ¡qué te estoy dando las gracias por ayudarme!” Será mamón el tío, ni me ha contestado. No te jode el simpático, qué panda de amargados hay en esta ciudad.
Uff, no sé cuanto tiempo llevo caminando y no se me pasa la caraja. Qué mierda nos habrá vendido el puto libanés. Joder, y qué calle es ésta. Debería estar cerca de mi barrio y ni un solo edificio me resulta familiar. A ver … Br..ick Laaane, ni idea, y el caso es que me suena. Bah, a ver la otra, Fashion Street, hey, ni idea tampoco pero moola. Fashion, va a ser mi calle favorita de ahora en adelante. Vaya tela, Cristina, si te ve Mario en este estado seguro que hasta se casa con la rubiata y tiene hijos con tal de no verte de nuevo.
Estoy hecha unos zorros. Juro que no vuelvo a meterme nada y que antes de que termine el mes me vuelvo a Madrid, aunque tenga que contarle todo a papá y se entere de que la niñata de su hija de 18 años lleva meses gastando en cerveza y marihuana el dinero de la academia. Ya no pinto nada aquí. Todo sea por no permanecer más tiempo lejos de casa.
A ver la siguiente calle, Commercial Street … joder, si es que me suenan todas, pero de qué, de qué … ¡eso es, esto es WhiteChapel! Vale, eso es, el barrio donde me contó Cathy que había estado Jack el Destripador. Bueno, al menos voy en la dirección correcta aunque … vaya gracia haber caído aquí. Por lo visto, al tal Jack nunca le cogieron … pero fue hace cien años, menos mal que estará criando malvas desde hace tiempo. Brrrr …., y además de este frío y esta bruma que no deja ver ni las placas de las calles. Qué poco se gastan los ingleses en farolas, oye. Ni en nada, qué barrio más sucio. A ver si alcanzo a ver esa placa junto al farol. “Dor.. set Street., cerca de aquí .. fue encontrado el c..uerpo de Mary Jane Kelly…” Joder, vaya sitio. A moverse tocan, que una no es supersticiosa pero no conviene tentar a la suerte.
Las dos, y yo sin acostarme. A ver quién se levanta mañana para currar en el “fish and chips”, a aguantar al espagueti que no me quita ojo en todo el día. Me muero de ganas por ver la cara que pone el tío cuando le diga que me vuelvo para España. Baboso. Cree que tiene posibilidades conmigo sólo porque farda con una Vespa llena de espejitos. Si no fuera porque estoy pelada, mañana ni aparecía.
Oye, qué chico más guapo. –“hola, senorita”, anda y éste cómo sabe qué soy española. Es que nos fichan enseguida, cómo lo harán. –“hello”, vaya otro que me suena. Vaya noche de “dejá vú” llevo.
-“¿cómo sabes que soy española”, le pregunto en inglés.
-“conozco muy bien a las mujeres, por eso sé que eres española, y también sé que estás bastante perdida en este momento”. “¿Dónde vas”
Qué chulo el tío, pero tiene su gracia. –“Voy a Liverpool Street” “Creo que no está lejos pero sí ando algo desorientada”
-“ está cerca, pero hay que atravesar todas estas calles de enfrente, te acompaño si quieres”
- “Gracias”, qué suerte he tenido. Un inglés amable en toda la ciudad y me toca a mí. Y encima está bueno.
Hemos avanzado un par de callejas. Menos mal que este chico me guía porque esto es un laberinto y cada vez más angosto. Ahora que me doy cuenta, no sé ni su nombre. –“Oye, cómo te llamas”
-“no suelo dar mi nombre a ninguna de vosotras”
-“¿nosotras? ¿quiénes?”
-“las mujeres a las que elijo”
He notado un golpe seco en el costado. –“eh, ¿qué pasa?” , me he caído y veo que el chico se agacha para ayudarme. No le veo bien y no parece tan guapo como antes. Su rostro, a la luz del farol, parece ahora como de otro tiempo. Siento su aliento en mi cara, y un calor extraño por todo el cuerpo. Mientras noto unas manos dentro de mí, hurgando en mis tripas, me doy cuenta de que el suelo, a mi alrededor, está lleno de sangre …
Un nuevo mundo
El juez (II)
(...)
Virgilio fue juez en el pueblo durante muchos años, prácticamente desde su llegada al pueblo. Mi padre siempre me decía que cuando él era niño, Virgilio ya cuidaba de nosotros. "El juez", el respetado, el temido, el que ponía fin a todas las disputas, el hombre que sólo tenía que levantar la voz para devolver la paz al pueblo. Desde pequeño me fascinó su figura, supongo que porque ansiaba despertar en mis vecinos la misma admiración que le profesaban a él.
Eran días felices, pero el año en que cumplí los 12 años no llovió. El siguiente tampoco y una tremenda hambruna cayó sobre la comarca. En poco tiempo, entre la miseria despertaron los más bajos instintos de los hombres y el crimen se multiplicó. Los primeros meses Virgilio era capaz de mantener el orden con su buen juicio pero al principio del segundo año tuvimos el primer muerto. Un hombre de uno de los caseríos más alejados de la aldea apareció muerto. Lo encontraron clavado a la puerta de su cuadra, atravesado por decenas de flechas y todo su famélico ganado había desaparecido. Virgilio, con la misma calma que era capaz de demostrar en una disputa familiar, ordenó a a nuestros soldados que buscaran a los ladrones asesinos en el mercado de Navafría. No tenía dudas de que habrían acudido allí a vender su botín.
Despertaba la mañana siguiente cuando nuestros soldados regresaron, algunos malheridos, pero con su misión cumplida. Sus caballos tiraban de un carro donde dos de los ladrones yacían muertos. Quedaban vivos dos de ellos, o casi vivos diría yo. Llenos de sangre y arrastrándose a duras penas, fueron presentados ante Virgilio. Nada dijo, ni dio ninguna explicación sobre lo que se disponía a hacer. Se acercó a ellos en silencio y, sin preámbulos, les degolló en medio de la plaza. Luego, ordenó que sus cuerpos fuesen amarrados a la picota, para ejemplo de todos.
Aquella noche llovió, y aunque la lluvia no se detuvo durante tres días, el olor a muerte permanecía en el aire. Aún pasó un mes hasta que Virgilio ordenó enterrar los despojos de los asesinos del pastor. Un mes en el que prácticamente nadie en el pueblo pronunció una palabra. Ni siquiera el juez, quien apenas aparecía por el pueblo, y cuando lo hacía, caminaba solo, evitando a la gente.
Superando mi miedo a aquel hombre que se había vuelto extraño a mis ojos, comencé a seguirle de nuevo, como un perrillo, respetando su mutismo. Quizá fue durante esos días cuando Virgilio creyó ver en mí alguien capacitado para observar lo que los demás no ven pues una mañana me miró y me dijo una sola frase, unas pocas palabras que he recordado todos los días de mi vida, pero que hasta ayer no me había revelado su verdadera magnitud: “Héctor, Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”. No dije nada, y la vida continuó. Nunca más Virgilio tuvo que emplear método más duro que su voz profunda y su corazón ecuánime para saldar hasta el más complicado del los pleitos. Muchos inviernos después, cuando yo ya hacía muchos años que era un adulto, Virgilio se fue como vino. En silencio. Dicen que se internó en el bosque, pero nadie pudo decirlo con seguridad.
A su marcha, el pueblo decidió que yo, Héctor, ocupase el lugar del "juez". Los años pasados junto a Virgilio me habían dado la experiencia suficiente como para no fallar en las pequeñas disputas. Para las grandes, el respeto que imponía mi clan me sostuvo en el cargo hasta que, con el tiempo, ha llegado la gran prueba para el sucesor del gran juez. Ahora, el pueblo sabe que soy fuerte, y ello hace fuerte al pueblo. Ahora están tranquilos. Yo, por mi parte, sólo alejo el desasosiego de mi ser cuando camino por este bosque entre cuya espesura desapareció Virgilio. Creo que ha llegado el momento de buscar alguien que pueda sustituirme en el futuro, alguien que continúe la tradición de Virgilio y de todos los jueces que han cuidado del pueblo desde que el recuerdo existe.
El juez
–“Cumpliré con mi deber”, pensé en silencio, aunque la voz interior resonó en mis oídos como si la hubiesen pronunciado a coro en cada rincón del pueblo.
–“Cumplirás con tu deber”, me había anunciado Virgilio siete años atrás. –“Llegará el día en el que cumplirás con tu deber y ello tranquilizará al pueblo a la vez que te traerá el desasosiego”.
El alba prometía un día brillante, pero nadie en aquel lugar apartaba los ojos del suelo. Los rayos de aquel sol aún incipiente sólo servían para hacer brillar la piel congelada de mis manos. Aún abstraído en el recuerdo de las palabras de Virgilio, caminé unos pasos hacia el centro de la plaza, seguido por cientos de ojos. Cuando abrí los míos sólo vi al alguacil que sujetaba al que iba a morir. Me costó identificar a un hombre entre aquel amasijo de barro y tela. Ese bulto se revolvía en el suelo y murmuraba y chillaba alternativamente frases que no entendí.
Fue rápido. Nunca sabré si el valor me habría abandonado si se hubiese tratado de uno de mis paisanos en lugar de aquel forastero. Vi como clareaba por la parte de La Salceda cuando tras levantar mi brazo, lo bajé de golpe clavando el cuchillo en su corazón. El hombre dejó de temblar y exhaló un suspiro a la vez que una bocanada del aire fresco de la mañana penetraba en los pulmones de los espectadores.
No hablé, no miré a mis vecinos, no volví a casa. Solo, caminé sin soltar el cuchillo, errático, sin rumbo fijo. No recuerdo mucho de aquéllas horas, pero sería casi mediodía cuando terminé de abrir un agujero en la tierra y abandoné allí el puñal con el que acababa de extinguir una vida.
Al regresar a la aldea me crucé con algunos labradores que volvían de la faena. Uno tras otro bajaron la cabeza a mi encuentro, no sé si por respeto, como hasta entonces, … o por simple miedo. Sólo uno me saludó desde lejos, pero se trataba de un cacharrero que, habiendo estado ausente toda la semana, seguramente no sabía nada del ajusticiamiento.
Al entrar en la aldea no pude distinguir un solo sonido que hiciera pensar que allí habitaban casi quinientas almas. Pasé de nuevo por la plaza pero no fui capaz de mirar allí donde los cuervos graznaban. En ese momento volví a pensar en Virgilio, el anterior juez, y deseé que estuviera a mi lado para preguntarle cuánto dura el desasosiego.
adiós abuelitas
Recuerdo vívidamente el aspecto de su ropa. Prendas viejas, con olor a jara y a pinar, siempre con alguna brizna de paja prendida de las mangas o las perneras. Nunca estaba en casa cuando yo despertaba y sólo regresaba a casa cuando la última luz se había ido. Era habitual que padre y él aparecieran en el horizonte helado, como materializados en la oscuridad de la noche invernal. Mamá y yo solíamos esperarles al final del cercado, sosteniendo encendido un fanal al que hacía oscilar el viento. Luego entrábamos los cuatro juntos a casa y cenábamos las sopas que había preparado la abuela sentados alrededor del fuego. Yo, siempre acurrucado junto a él, casi siempre me quedaba dormido mientras acariciaba mi pelo y se extendía por la estancia aquél olor a resina de pino.
Recuerdo vívidamente el aspecto de su ropa. Prendas viejas, con olor a jara y a pinar, siempre con alguna brizna de paja prendida de las mangas o las perneras. Nunca estaba en casa cuando yo despertaba y sólo regresaba a casa cuando la última luz se había ido. Era habitual que padre y él aparecieran en el horizonte helado, como materializados en la oscuridad de la noche invernal. Mamá y yo solíamos esperarles al final del cercado, sosteniendo encendido un fanal al que hacía oscilar el viento. Luego entrábamos los cuatro juntos a casa y cenábamos las sopas que había preparado la abuela sentados alrededor del fuego. Yo, siempre acurrucado junto a él, casi siempre me quedaba dormido mientras acariciaba mi pelo y se extendía por la estancia aquél olor a resina de pino.
La “Morucha” está inquieta. Igual que las otras. Una a una, las vacas han ido acercándose al círculo de piedras como hacen siempre cuando la tormenta arrecia. Busco la cima del monte y no alcanzo a distinguirla a través de la nevada, sin embargo, el caminar de la niebla y la dirección del viento me cuentan que esta noche también habrá hielo en el Elenco. Es entonces cuando vuelvo la vista hacia el ganado y veo que ya están todas aquí, de vuelta, incluso la “Rubia” con su chotillo recién nacido. Menos mal pues ya anochece y no habría tenido fuerza para ir a buscarlos en medio de esta ventisca que no cesa.
Frío invierno éste. Aún no acaba diciembre y ya ha nevado cuatro veces. A este paso será como el año que conocí a Adela. Nadie hubiera imaginado que un niño se enamoraría perdidamente de una chica que le doblaba la edad, pero cómo no enamorarse a la vista de unos ojos que hablaban y de aquella boca que cantaba palabras burlonas frente a un mocoso que ya ni oía ni veía.
También nevaba aquél día en la feria de Navafría. Yo tenía sólo seis años y acompañaba por primera vez a padre al mercado de ganado más grande de la zona. En aquella ocasión no íbamos con intención de comprar ni vender, sólo a intercambiar noticias con otros ganaderos. No solía faltar nadie al evento más importante del Otoño y era una buena ocasión para enterarse de todo lo que acontecía en la comarca.
La nieve había aparecido de repente y en lo alto de la meseta donde se celebraba el mercado el frío era intenso incluso a mediodía. Supongo que mi padre pensaba en mí cuando entró a guarecerse en la tendezuela de Vicente, “el de la Barranca” pues todo el mundo sabía que no les unía una especial amistad.
En el chamizo hacía calor y olía ligeramente al estiércol de los burros y mulas que se apelotonaban afuera. Vicente se afanaba en servir vino a los parroquianos que hablaban a gritos sobre aquél caballo o de aquélla vaca. Entre los lienzos de tela gruesa que protegían del frío exterior se maldecía y se fumaba un tabaco apestoso pero fue allí, en aquél lugar que a mí me daba más miedo que calor, donde Adela me encontró. O eso dijo muchos años después.“te encontré,… te encontré” repetía como en una letanía mientras yacía acurrucada entre mis brazos, con sus piernas siempre frías enlazadas con las mías. Sí, fue una suerte que mi ella me encontrase.
Ah, aquéllas piernas, largas y blancas como estos copos de nieve que cuajan sobre la ladera.
Son ya dos noches esperando a que deje de nevar y noto que las vacas se inquietan. Pobrecillas, este torpe pastor ya no las cuida como antes. La vieja cabaña que les construí perdió el tejado el último invierno y ya no valgo para cubrirlo de nuevo. Aunque sé que no quedan muchos hombres en la aldea que tengan más edad que yo, realmente nunca fui de los más fuertes. Y menos ahora que sé que poco le queda ya a este viejo zorro. Quizá ellas lo presienten y por eso temen más de lo habitual a la tormenta. Las vacas saben muchas cosas.
Bah, hacía mucho tiempo que no pensaba en ella. Debería venir más a mi memoria , como hacía antes, pero las montañas son extrañas y mientras unas veces hurtan los recuerdos, otras los liberan de golpe llenando los valles de espectros del pasado. Y los espectros casi nunca vuelven para nada bueno.
Debería volver al círculo de piedras, pero los músculos no me responden. Maldito mareo, ¡y estas piernas inútiles!. Arrastrándome como hago ahora se va a hacer de día antes de que alcance el abrigo de las rocas y del ganado. Adela, cuánto me alegro de que hoy te hayas pasado por aquí a recordarme aquéllos años. Hoy seguro que hubieras sido tú la que te hubieras quejado de mis pies helados. Míralos, cubiertos de nieve aunque por alguna razón no siento frío.
Ven, acércate, ya no quiero avanzar más. Aquí estoy bien contigo.
Qué suerte que me hayas encontrado …
No se conocieron hasta que la muchacha cumplió 15 años, y eso que en la aldea vivían poco más de 500 habitantes. Cada uno en un extremo del pueblo, él habitaba en el molino que había junto al río y ella cerca de la Iglesia, en el centro de la aldea. Además, él tenía casi tres años más que ella y nunca antes se había fijado en aquella delgaducha pecosa..
La cosecha casi había terminado y los días, largos, invitaban a pasar la noche en la plaza, riendo y bailando al son de la gaita y el tamboril. El muchacho andaba ya por los corros de los hombres desde hacía un par de años. Mucho vino, grandes risotadas, miradas indiscretas hacía las muchachas solteras. También ellas bromeaban, más quedamente, sobre ése o aquél. Aquellas fiestas de Julio descubrieron que dos pares de ojos se imantaban irremediablemente entre la muchedumbre, fijos unos en los otros y despreocupados del resto de sus sentidos.
En pocos días recuperaron el tiempo perdido. El pueblo menguó sólo para ellos, y sus cuerpos se convirtieron en sombras uno del otro. Él se refrescaba en la fuente justo a la hora que ella hacía la aguada. Ella atravesaba la era dando un rodeo desde su casa, sólo para pasar junto al cerrado donde el chico y su familia recogían los últimos restos de la reciente siega. Una mirada bastaba para que el corazón ardiese todo el día.
De familias pobres ambos, no había impedimentos familiares para que la cosa terminara en boda una vez que él regresara del servicio militar. Dos años, que parecían eternos, pero que fueron corriendo tan rápido como las docenas de cartas, ligeras de letra pero cargadas de pasión que fueron y volvieron hasta los lejanos cuarteles.
La guerra alargó la ausencia, y cuando el chico volvió ella ya era de otro hombre. Arreglos entre familias para sobrellevar tiempos difíciles. Sus padres no compartían su pasión por aquel muchacho que combatía lejos, y la voluntad de la muchacha nada tuvo que oponer a la necesidad de la familia.
Una tarde de Septiembre, las copas de los álamos que crecen a la entrada del pueblo saludaron el regreso del hombre. Hacía años que se había enterado de las malas nuevas pero las cartas no habían cesado, ni tampoco sus sentimientos. A estas alturas ambos sabían que el recuerdo de aquellas caricias juveniles les acompañarían toda la vida y, con determinación, cerraron a cal y canto sus almas.
Él nunca gozó otros besos más que los que cada noche paladeaba en su recuerdo y ella continuó despertando, día a día, con la ilusión de encender sus cada vez menos furtivas miradas. Los encuentros casuales siguieron sucediéndose, como si nada hubiera pasado, y hasta ahora, cuarenta años después, estos novios eternos no han dejado de verse ni un solo día. El mismo candor, la misma alegría en los ojos no se ha consumido con los años, pues todo es mucho para quien poco espera.
Suelo verlos a mediodía, cuando el sol más aprieta y los viejos disfrutan la sombra del soportal frente al ayuntamiento. Ellos siempre se sientan juntos, silenciosos, tan ajenos a todo como aquella primera noche en la plaza. Y podría jurar que hay una especie de vereda entre sus ojos, como si no pudieran despegarse unos de los otros …
era la intelectual del pueblo, la maestra, aquélla mujer que dominaba los signos, que domaba el trazo del lapicero o de la tiza en el encerado. Además, no sólo sabía cosas, sino que también conocía el terrible secreto de cómo contarlas, lo que llenaba de alegría a los habitantes del pueblo, y de desasosiego a ella . Y es que, aunque le encantaba inventar historias, crear personajes, imaginar sus vidas, también tenía el íntimo temor, que quién sabe cuándo apareció, de que al finalizar un relato también terminaría su vida.
Alguien le había dicho en una ocasión que la princesa Sherezade, aquella de las Mil y Una Noches, había conseguido hilvanar una historia interminable, compuesta de pequeños relatos cuyo final siempre se hacía esperar. Cada uno de ellos siempre dejaba una puerta abierta al siguiente, y al siguiente, y a muchos más, y en esa historia creyó ver la solución a su problema y a su aflicción por una más que segura muerte una vez acabase el libro.
Fue así como concibió un curioso método. Solía plasmar sus historias sobre papel y siempre, cuando cerraba una historia, cortaba la hoja del cuaderno un par de frases antes del final. Igualmente, cuando relataba uno de sus cuentos a los niños del pueblo siempre se detenía poco antes de acabar y pedía a los niños que imaginaran un desenlace, el que más gustase a cada uno.
Pasaron los años, y la maestra de los cuentos inconclusos vio pasar la vida en el trasiego de la aldea. La maestra nos dejó cuando era ya muy, muy mayor y hasta el día anterior estuvo contando historias, historias que repetimos todavía hoy, siempre las mismas y siempre diferentes, pues cada cual inventa su propio final.
Ah, se me olvidaba. Su sobrino me trajo un día un sobre gris, de papel grueso, bastante abultado. No lo he abierto y es porque sé que en su interior hay muchos trozos de papel, tan grandes como para contener un par de renglones escritos a pluma. En todos estos años imaginé mis propios finales para los cuentos de la maestra y ... me daría mucha pena leer los que imaginó ella.
El hombre de la sonrisa breve pero marfileña muerde el cigarro usando apenas un centímetro de la comisura de sus labios. Siempre escucha en silencio. pero, sin saber por qué, los que debaten suelen buscar en su viva mirada algún tipo de aceptación aún apenas imperceptible.
El hombre de la sonrisa breve nunca asiente ni condena, pero todos saben encontrar un brillo u otro en su mirada, un sí o un no, un quizá o un tal vez. El pueblo confía en su juicio y en su enigmática mueca. Dicen los que le conocen desde siempre que apenas recuerdan el sonido de su voz, sin embargo, todos en el pueblo jurarían que el hombre de la sonrisa breve nunca pasa de largo sin saludar.
Una vez vi a uno de mis amigos sentado a su lado, a media tarde. Al atardecer seguía allí, haciendo aspavientos con las manos. Les vi de lejos y no pude oír nada de lo que allí se cocía, por lo que más tarde, en la taberna, pregunté a mi amigo qué había sucedido. Por lo visto éste había intentado pedir consejo a aquél y le había disgustado la respuesta. Lo extraño era que mi amigo no podíar repetir con precisión absolutamente nada de lo que, según él, aquel hombre había argumentado durante varias horas. Mientras meditaba sobre ello, vi de reojo al hombre de la sonrisa breve pero marfileña contemplándonos y pude adivinar que había sucedido. Ya me extrañaba a mí que mi amigo recordara el sonido de una voz que sin duda nunca había oído.
cómo describirle ... no sé, era un personaje distinto al resto. Desde niño se dedicó a “inventar” cosas. Siempre conseguía darle un toque de originalidad a la mayor nimiedad. Hasta andando o comiendo, o realizando la más simple de las actividades se salía de cualquier convención hasta entonces vista u oída. Un chaval curioso, sin duda. Tenía lo que se supone que poseen en propiedad exclusiva los artistas, los ingenieros, los escritores, los científicos. Tenía ideas, muchas y de todos los colores. A veces la gente se reía de ellas, por burdas, por inútiles o por irrealizables. Tenían toda la razón en hacerlo, pues el muchacho vivía a caballo entre la genialidad y el absurdo. Prueba, error, prueba, error, pero no con un criterio utilitarista, sino simplemente por que sí.
Cuando le conocí era ya un hombre hecho y derecho. Padre, esposo y amigo de todos. ¿De todos? Sí, amigo de todos. Al veces sus peregrinas ideas le granjeaban alguna antipatía, pero sus enemigos pronto se cansaban de enfadarse con él. Al tío le hubiera dado igual. Siempre con una sonrisa en la boca, él no guardaba rencores ni tampoco agradecimientos. Solamente vivía.